jueves, 18 de agosto de 2011

QUE ES LEER

Leer es un aprendizaje fundamental y una herramienta privilegiada para desplegar, organizar y materializar el pensamiento y la creatividad, sin embargo en tiempos como los que vivimos, la práctica de la lectura muchas veces se ve relegada, tanto en la vida diaria como en la vida escolar.
Se puede disfrutar leyendo, se pueden pasar buenos ratos en soledad o compartidos aprendiendo a reconocerse uno mismo a través de sucesos relatados, analizados, vividos o inventados por otros; encontrar satisfacción al dar con las palabras adecuadas que otros han escrito y sirven para expresar pensamientos propios; es posible divertirse, informarse, emocionarse, aventurarse….. Manejando textos.
La lectura es el medio más importante para explorar el corazón del hombre, proponer ideas, abrir horizontes y acrecentar la conciencia, para crear, conservar y difundir conocimientos, para construir y sostener la civilización.


viernes, 12 de agosto de 2011

LOS TESTIMONIOS

Gargurevich menciona en su libro los géneros periodísticos que el testimonio es un antiguo género que los periodistas están volviendo a utilizar cada vez más en América Latina, tal como lo vienen haciendo también los antropólogos o sociólogos.
El testimonio, en cualquiera de sus formas (autobiografías, memorias, diarios, confesiones, agendas, cartas, conversaciones), fue conocido desde muy antiguo en la literatura que hoy llamamos de “no-ficción”, es decir, de hechos reales. Cualquier relato histórico edificado a base de las impresiones y visión personal del autor encaja dentro del género testimonial. Es un privilegio del testigo dar fe de lo vivido o visto y relatarlo a los demás. Pero este testimonio sólo adquiere forma cuando el testigo inicia su narración diciente “estuve, vi, comprobé, hice, actué, soporté…”
Esta es la caracterización fundamental del testimonio: el uso activo y constante de la primera persona, y en todo caso de su plural de modestia (nos-nosotros).
Es así que, Gargurevich define al testimonio como la “técnica de redactar hechos presenciados o vividos por el autor, exponiéndolos en primera persona para lograr mayor énfasis y/o dramatización de su calidad de testigo”.
Cuando la intención del escritor es periodística, es decir, traslado de información a un público lector, el testimonio está restringido normalmente a un hecho de características de alto valor noticioso transcurrido en un espacio relativamente corto de tiempo.
Gargurevich plantea que el testimonio periodístico puede dividirse en dos grandes grupos.
Testimonio directo: Es aquel relato publicado directamente tal y como lo escribió y redactó el periodista o el testigo de la historia y el testimonio indirecto: Es aquel en el que la persona o el testigo relata los hechos al redactor y que éste escribirá en primera persona como si hubiera sido redactados por el testigo. En este caso puede o no figurar el nombre del profesional.

jueves, 11 de agosto de 2011

HAROLD BLOOM

HAROLD BLOOM

Nombre: Harold Bloom


Ocupación: Escritor














Para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar  por sí mismos, que lean por su cuenta. Lo que lean, o que lo hagan bien o mal, no puede depender totalmente de ellos, pero deben hacerlo por propio interés y en interés propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o por necesidad, pero, al final, acabará leyendo contra el reloj.
Acaso los lectores de la biblia, los que por sí mismos buscan en ella la verdad, ejemplifiquen la necesidad con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y, lamentablemente, el cambio definitivo es universal.
Para mí, la lectura es una praxis personal, más que una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, aunque se realice en una biblioteca universitaria. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es Samuel Johnson, que comprendió  y expuso tanto los efectos como las limitaciones del hábito de leer. Éste, al igual que todas las actividades de la mente, debía satisfacer la principal preocupación de Johnson, que era la preocupación por  <<aquello que sentimos  próximo a nosotros, aquello que podemos usar>>. Sir Francis Bacón, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: << No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar.>> A Bacon y Johnson quisiera añadir otro sabio lector: Emerson,  fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros  <<nos llenan de la convicción de que la naturaleza que les escribió es la misma que los lee>>. Permítanme fundir a Bacon, Johnson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, en aquello que sintamos próximo a nosotros, aquello que podamos usar para sopesar y reflexionar, y que nos llene de la convicción de compartir una naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos, esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que èl te encuentre luego. Si te encuentra El rey Lear, sopesa y considera la naturaleza que comparte contigo, lo próximo que lo sientes de ti. No considero esta actitud que propugno idealista, sino pragmática. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es dejar de lado los propios intereses primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; esto no es tan irónico como parece. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones y, más que ningún otro, sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que conoces como patriarcado.
En definitiva, leemos- algo en lo que concuerdan Bacon, Johnson  Emerson- para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, y ello es la causa de que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda, los placeres de la lectura so más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar de manera directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo menos que sentirme  escéptico ante la tradicional esperanza social que da por sentado que el crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor preocupación por los demás, y pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común.
Lo triste de la lectura que se realiza por motivos profesionales es que sólo raras veces revive uno el placer de leer que sintió en su juventud, cuando los libros eran un deleite hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquier de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y, sin embargo, no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tenernos que morir; es decir, de madurar. La lectura resulta incapaz de fortalecer su personalidad, que, por consiguiente, no madura. Esta situación sólo se puede solucionar recurriendo a alguna versión del elitismo, y, por buenas y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, quienes practican la lectura personal, jóvenes y viejos. Si  existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a esos lectores que leen por sí mismos y no por unos intereses que, supuestamente, trascienden la propia personalidad.
En la literatura, como en la vida, el mérito está muy relacionado con lo idiosincrásico, con esas superfluidades que hacen que empiece a captarse el sentido de lo escrito. No es casual que los historicistas- críticos que creen que todos estamos inexorablemente condicionados por la historia social- consideren que los personajes literarios son meros signos en una pagina. Si no pensamos por nosotros mismos, Hamlet ni siquiera era un caso clínico. Así pues, voy a enunciar  el primer principio, a fin de renovar la manera en que leemos hoy, un principio que me apropio de Samuel Johnson: límpiate la mente de tópicos. El diccionario nos dice que los tópicos o lugares comunes son fórmulas o clichés convertidos en esquemas formales o conceptuales. Dado que las universidades han potenciado expresiones como  <<sexo y sexualidad>> o <<multiculturalismo>>, la admonición de Johnson se convierte: límpiate la mente de tópicos peudointelectuales. Una cultura universitaria en que la apreciación de la ropa interior de las mujeres victorianas sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning recuerda las vitriólicas sátiras de Nathanael West, pero no es más que la norma. Una consecuencia involuntaria de esa <<poética cultural>> es que no puede surgir un nuevo Nathanael West, pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia. Los poemas de nuestra tradición cultural han sido reemplazados por la ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Nuestros nuevos materialistas nos dicen que han recuperado el cuerpo para el historicismo, y  afirman obrar en nombre del principio de realidad. La vida de la mente será aniquilada por la muerte del cuerpo, pero para eso no se necesitan los hurras de una secta pseudointelectual.
Límpiate la mente de tópicos conduce al segundo principio de renovación de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni por el modo en que lo lees.
El fortalecimiento de la propia personalidad ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay una ética de la lectura. Hasta que haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, que forzosamente se restará de la lectura. El historicismo, tanto referido al pasado como al presente, es una especie de idolatría, una devoción obsesiva a lo puramente temporal. Leamos, entonces, iluminados por esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de lectura. No hay qué temer que la libertad que confiere el desarrollo como lector sea egoísta, porque, si uno llega a ser u lector como es debido, la respuesta a su labor lo confirmará como iluminación de los demás. Cuando leo las cartas de desconocidos que recibo en los últimos siete u ocho años, por lo general me conmuevo tanto, que no puedo responderlas. Su pàthos, para mí, radica en que a menudo dejan traslucir un ansia de estudios literarios canòicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de las mujeres  y los hombres cultivados, y, proféticamente, agregó: <<El hogar del escritor no es la universidad, sino el pueblo.>> Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos, es decir, que sirven de ejemplo y de modelo.
La función- olvidada en gran medida- de una educación universitaria quedó captada para siempre en <<El intelectual americano>>, discurso en el que, acerca de los deberes del intelectual, Emerson dice: << Pueden considerarse incluidos en la confianza en sí mismos.>>  Tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser inventor. A la <<lectura creativa>>, en el sentido de Emerson, la llamé  en cierta ocasión <<mala lectura>>, expresión que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La inanidad o la vaciedad que perciben cuando leen un poema sólo está en sus ojos. La confianza en sí mismo no es un don ni un atributo, sino una especie de segundo nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética  no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos, si se llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental: contiene  todos los principios de la lectura, y es mi piedra de toque a lo largo de este libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su evidente falta de egoísmo, pero esta cualidad no es más que una metáfora para indicar lo que realmente distingue a Shakespeare, que es, en definitiva, una tremenda capacidad de comprensión. Con frecuencia, aunque no siempre nos demos cuenta, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.
Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para la renovación de la lectura sea la revolución de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente cuando dice una cosa quiere decir otra, a menudo diametralmente opuesta. Pero, al enunciar el quinto principio –la lánguida esperanza de recuperar la ironía -, me siento próximo a la desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que desarrolle plenamente su personalidad. Y, sin embargo, la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.
Anduve de tabla en tabla
Con paso lento y prudente.
Sentía en derredor las estrellas,
En torno a mis pies el mar.
Sabía que quizá la siguiente
Fuera la pisada final.
Y anduve con ese precario paso
que algunos llaman experiencia.
Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero, a menos que nos disciplinen, todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede comprenderse a Dickinson, maestra de lo sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Va andando por el único sendero disponible, <<de tabla en tabla>>; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir <<en derredor las estrellas>>, aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la <<pisada final>> le confiere ese <<precario paso>> al que no da nombre, aunque nos dice <<algunos>> lo llaman experiencia. Dickinson había leído <<experiencia>>, el ensayo de Emerson –una pieza culminante, muy al modo en que <<De la experiencia>> lo fuera para Montaigne, su maestro- y su ironía es una respuesta amable al planteamiento inicial de Emerson: <<¿Dónde nos encontramos? En una serie de acontecimientos cuyos extremos desconocemos y que, según creemos, no los tiene.>> Para Dickinson, el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pisada final. <<!si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que no nos lo dijera!>> La consiguiente imagen poética de Emerson difiere de la de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en la manera de asumirla. En el dominio de la experiencia de Emerson, <<todas las cosas nadan y destellan>>, y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, los dos son sinceros, y en los efectos rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
Al final del sendero de la ironía perdida hay una pisada final, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la de una edad literaria sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico no sólo se habrá perdido lo que llamamos <<literatura de la invención>>, sino bastante más. Ya parece haberse perdido Thomas Mann, el más irónico de los grandes escritores del siglo XX. Se han publicado nuevas biografías suyas preocupadas, sobre todo, por probar su supuesta homosexualidad, como si la única forma de demostrar que aún tiene cierto interés para nosotros fuera certificar su condición de gay y darle así un lugar en los planes de estudios universitarios. De hecho, es lo mismo que estudiar a Shakespeare fundamentalmente por su supuesta bisexualidad, pero los capricos del contrapuritanismo vigente se diría que no tienen límite. Aunque las ironías de Shakespeare, como cabría esperar tratándose de él, son las más amplias y dialécticas de la literatura occidental, no siempre nos transmiten las pasiones de sus personajes, a causa de la vastedad e intensidad de sus registros emocionales. Por consiguiente, sobrevivirá a nuestra época: perderemos sus ironías, pero nos quedará el resto de su obra. Sin embargo, en el caso de Thomas Mann todas las emociones, narrativas o dramáticas, nos son transmitidas mediante un irónico esteticismo; de ahí que enseñarles La muerte en Venecia o Unordnung und fruhes Leid a la mayor parte de los estudiantes de nuestras universidades, incluso a los más dotados, sea una tarea casi imposible. Cuando los autores son dejados en el olvido por la historia, decimos acertadamente que sus obras son <<propias de su época>>, pero creo que nos encontramos ante un fenómeno muy diferente cuando la causa de que hayan sido olvidados es una ideología historicista.
La ironía exige una amplia dosis de atención y la capacidad de albergar mentalmente en un momento dado doctrinas antitéticas, incluso si chocan entre s[i. si la lectura es despojada de la ironía, pierde inmediatamente su carácter disciplinar y su capacidad de sorprender. Pregúntate qué es aquello que sientes próximo a ti, aquello que puedes usar para sopesar y meditar, y lo más probable es que te respondas que la ironía, incluso si muchos de tus maestros no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiara tu mente de los tópicos pseudointelectuales de los ideólogos y te ayudará a ser un intelectual que ilumine a los demás igual que una vela.
Cuando uno ronda los setenta, le apetece tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo trascurre implacable. No sé si Dios o la naturaleza tienen derecho a exigir nuestra muerte, aunque es ley de vida que llegue nuestra hora, pero estoy seguro de que nada ni nadie, cualquiera que sea la colectividad que pretenda representar o a la que intente promocionar, puede exigir de nosotros la mediocridad.
Como durante medio siglo mi lector ideal ha sido Samuel Johnson, reproduzco mi pasaje favorito del prefacio con que encabezó su edición de las obras teatrales de Shakespeare;
Éste es, pues, el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda  curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.
Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano, uno ha de ser capaz de leer humanamente, con todo su ser.
Tenga las convicciones que tenga, uno es más que una ideología; y Shakespeare tanto más te habla cuanto mayor es la parte de ti que eres capaz de llevar hasta èl. En otras palabras: Shakespeare nos lee mejor de lo que podemos leerlo, aun después de habernos limpiado la mente de tópicos. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos incita a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros <<éxtasis delirantes>>. Permítaseme ir más allá de Johnson y hacer hincapié en que debemos reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es el aserto  de que tener personalidad propia es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son meros signos en una página. Un cuarto fantasma, y el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.
De todos modos, al fin mi amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la exaltación de las muchas personas capaces de leer de forma personal con las que me voy encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens y demás escritores de su categoría porque la vida que describen es de tamaño mayor que el natural. En términos pragmáticos, se han convertido en la verdadera bendición, entendida en el más puro sentido judío de <<vida más plena en un tiempo sin límites>>. Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas. Sin embargo, el motivo más profundo y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica de la lectura, y pienso que <<dificultad placentera>> es una definición plausible de lo sublime; pero depende de cada lector que encuentre un placer todavía mayor. Hay una versión de lo sublime para cada lector, la cual es, en mi opinión, la [única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía m[as precaria de lo que llamamos <<enamorarse>>. Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podemos utilizar para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee. A limpiarnos la mente de tópicos, no importa qué idealismo afirmen representar. Sólo se puede leer para iluminarse a uno mismo: no es posible encender la vela que ilumine a nadie más.   
*Tomado de “Cómo leer y por qué” pp. 17-27

miércoles, 10 de agosto de 2011

ITALO CALVINO


ITALO CALVINO



Nombre: Italo Calvino
Ocupación: Escritor














Es frecuente que nos pregunte, y a veces que nos preguntemos, para que sirve leer. No es raro que en la elaboración de las teorías se expongan razones graves, cuando no excesivamente rigurosas.
Otras veces, en cambio, sea figurada o líricamente, nos aseguran que leer no sirve para nada. Y  hay razón en ello, pero, por todo lo dicho anteriormente, también debemos entender esta expresión en su calidad metafórica.
            Jorge Ibargüengoitia decía que la única razón válida para leer obras literarias es el goce que nos entregan. “Hay que tener en cuenta –explicaba- que los beneficios que produce la lectura de obras literarias son muy tenues. En lo moral, muy dudosos, y en cuanto al conocimiento que dan de la vida,  inaplicables. Nunca he oído decir a nadie: “Me salvé porque apliqué las enseñanzas contenidas en Fortunata y Jacinta”.
Para ilustrar la incongruencia de a obligatoriedad escolar de la lectura, Ibargüengoitia recordaba entonces cierta encuesta hecha por una maestra, allá por los años setenta, por medio de la cual investigo los hábitos y conductas de cien adolescentes de distintas capas sociales. Una de las preguntas era “¿Qué prefieres: leer o ver televisión?”, El resultado fue por demás obvio: no hubo un solo interrogado que respondiera que prefería leer.
“Según ella – ironizaba el escritor-, esta era razón suficiente para impartir clases de literatura, sin tener en cuenta  que estos cien niños examinados pertenecen a una sociedad en la que se dan clases de literatura…” Y en la que, vale agregar, no se dan clases para ver televisión.
            Esto llevo al autor de La ley de Herodes a formular la conclusión siguiente: “La lectura es un acto libre. Debe uno leer el libro que le apetezca a la hora que le convenga. Y si no le apetece a uno ningún libro, no lee, y no se ha perdido gran cosa.” Conclusión esta que, entendida como un dogma, corre el riesgo de proponerse cual axioma que señala la imposibilidad y la inutilidad de transmitir el gusto, la pasión por la lectura. Aunque, por otra parte, viene a servirnos para probar otra certeza, aquella que, con devastadora sinceridad, expone Gabriel Zaid en Los demasiados libros; una certeza que muchos se niegan a reconocer pero que contiene posiblemente la explicación de por qué la gente lee tan poco: “Para tener éxito profesional y ser aceptado socialmente y ganar bien no es necesario leer libros”.
Es más, hay quienes, desde una posición social desahogada o desde el éxito profesional, presumen su incultura libresca, incluso exagerándola, y se ufanan de no haber necesitado los libros y la lectura sino para pasar los exámenes y para sacar la carrera. Las credenciales y los títulos, los diplomas y el curriculum relevan con mucha frecuencia la práctica cultural (recordemos el conocido chiste de quien ante las visitas, muestra su enfado por haber recibido un libro de regalo cuando en casa ya tenía uno).
            En este sentido, no deja de tener razón Zaid cuando sostiene que quien regala libros reparte obligaciones, pues no se ha encontrado mejor fórmula para ahuyentar a la gente de la lectura que encomiando excesivamente su valor práctico cuando sus beneficios son tan inciertos.
Más todavía: no es un secreto para nadie que la obligatoriedad de la lectura desde las aulas ha llevado a resultados contraproducentes porque se fundamenta, implícita y a veces  explícitamente, en la creencia de que leer es aburrido, lo cual se ejemplifica también con el ejercicio asalariado de quienes imponen la lectura como tarea pero ellos mismos no la disfrutan y en el peor de los casos ni siquiera la practican.
            Son por demás interesantes y significativos los resultados de la mayor parte de las investigaciones sobre conducta lectora en niños y adolescentes. Destaca el hecho de que la lectura como obligación (impuesta sobre todo por los profesores) esté dirigida a cumplir con los requisitos escolares, bajo la premisa de que la lectura (que en los escolares es por lo general esporádica y de muy breves periodos) tiene fundamentalmente una función práctica, y no se toma en cuenta el interés personal.
Estas investigaciones concluyen también que la actitud del adolescente y del joven hacia la lectura adquiere otra dimensión, evidentemente placentera, cuando más que asignársela como un deber se le transmite por recomendación (sea del profesor, de los padres, de los amigos, del bibliotecario), sin que el estímulo sea la recompensa de la calificación.
En el desarrollo de una mayor independencia del adolescente respecto de quienes exigen el cumplimiento de la lectura como una tarea escolar, su conducta lectora privilegia la satisfacción más que el deber, y la identificación personal, íntima, con aquello que lee.
            Leer tiene un carácter en gran medida extracurricular.  Las bibliotecas públicas, las salas de lectura y los clubes del libro, junto con los editores, los especialistas en cultura escrita y los autores, pueden incidir de modo determinante para que el hábito de la lectura de calidad adquiera su valor de apoyo a la educación continua y permanente, más allá de la boleta de calificaciones.
            Es cierto y no hay que perderlo de vista, que las bibliotecas públicas no son únicamente espacios para la lectura recreativa, pero una de sus funciones contempla este aspecto, y el préstamo a domicilio y los servicio similares de las salas de lectura, con la necesaria promoción y la difusión adecuada pueden y deben influir para que los usuarios sean también lectores y para que la escuela reconozca ese bien sin material de la lectura, que suele dar mejores resultados cuando se hacen sentir menos el carácter obligatorio y el autoritarismo de la rígida disciplina.
*Tomado de “Por qué leer los clásicos” pp. 13-20

martes, 9 de agosto de 2011

JUAN DOMINGO ARGÜELLES


JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Nombre: Juan Domingo Argüelles.


Ocupación: Escritor













Es frecuente que nos pregunte, y a veces que nos preguntemos, para que sirve leer. No es raro que en la elaboración de las teorías se expongan razones graves, cuando no excesivamente rigurosas.
Otras veces, en cambio, sea figurada o líricamente, nos aseguran que leer no sirve para nada. Y  hay razón en ello, pero, por todo lo dicho anteriormente, también debemos entender esta expresión en su calidad metafórica.
            Jorge Ibargüengoitia decía que la única razón válida para leer obras literarias es el goce que nos entregan. “Hay que tener en cuenta –explicaba- que los beneficios que produce la lectura de obras literarias son muy tenues. En lo moral, muy dudosos, y en cuanto al conocimiento que dan de la vida,  inaplicables. Nunca he oído decir a nadie: “Me salvé porque apliqué las enseñanzas contenidas en Fortunata y Jacinta”.
Para ilustrar la incongruencia de a obligatoriedad escolar de la lectura, Ibargüengoitia recordaba entonces cierta encuesta hecha por una maestra, allá por los años setenta, por medio de la cual investigo los hábitos y conductas de cien adolescentes de distintas capas sociales. Una de las preguntas era “¿Qué prefieres: leer o ver televisión?”, El resultado fue por demás obvio: no hubo un solo interrogado que respondiera que prefería leer.
“Según ella – ironizaba el escritor-, esta era razón suficiente para impartir clases de literatura, sin tener en cuenta  que estos cien niños examinados pertenecen a una sociedad en la que se dan clases de literatura…” Y en la que, vale agregar, no se dan clases para ver televisión.
            Esto llevo al autor de La ley de Herodes a formular la conclusión siguiente: “La lectura es un acto libre. Debe uno leer el libro que le apetezca a la hora que le convenga. Y si no le apetece a uno ningún libro, no lee, y no se ha perdido gran cosa.” Conclusión esta que, entendida como un dogma, corre el riesgo de proponerse cual axioma que señala la imposibilidad y la inutilidad de transmitir el gusto, la pasión por la lectura. Aunque, por otra parte, viene a servirnos para probar otra certeza, aquella que, con devastadora sinceridad, expone Gabriel Zaid en Los demasiados libros; una certeza que muchos se niegan a reconocer pero que contiene posiblemente la explicación de por qué la gente lee tan poco: “Para tener éxito profesional y ser aceptado socialmente y ganar bien no es necesario leer libros”.
Es más, hay quienes, desde una posición social desahogada o desde el éxito profesional, presumen su incultura libresca, incluso exagerándola, y se ufanan de no haber necesitado los libros y la lectura sino para pasar los exámenes y para sacar la carrera. Las credenciales y los títulos, los diplomas y el curriculum relevan con mucha frecuencia la práctica cultural (recordemos el conocido chiste de quien ante las visitas, muestra su enfado por haber recibido un libro de regalo cuando en casa ya tenía uno).
            En este sentido, no deja de tener razón Zaid cuando sostiene que quien regala libros reparte obligaciones, pues no se ha encontrado mejor fórmula para ahuyentar a la gente de la lectura que encomiando excesivamente su valor práctico cuando sus beneficios son tan inciertos.
Más todavía: no es un secreto para nadie que la obligatoriedad de la lectura desde las aulas ha llevado a resultados contraproducentes porque se fundamenta, implícita y a veces  explícitamente, en la creencia de que leer es aburrido, lo cual se ejemplifica también con el ejercicio asalariado de quienes imponen la lectura como tarea pero ellos mismos no la disfrutan y en el peor de los casos ni siquiera la practican.
            Son por demás interesantes y significativos los resultados de la mayor parte de las investigaciones sobre conducta lectora en niños y adolescentes. Destaca el hecho de que la lectura como obligación (impuesta sobre todo por los profesores) esté dirigida a cumplir con los requisitos escolares, bajo la premisa de que la lectura (que en los escolares es por lo general esporádica y de muy breves periodos) tiene fundamentalmente una función práctica, y no se toma en cuenta el interés personal.
Estas investigaciones concluyen también que la actitud del adolescente y del joven hacia la lectura adquiere otra dimensión, evidentemente placentera, cuando más que asignársela como un deber se le transmite por recomendación (sea del profesor, de los padres, de los amigos, del bibliotecario), sin que el estímulo sea la recompensa de la calificación.
En el desarrollo de una mayor independencia del adolescente respecto de quienes exigen el cumplimiento de la lectura como una tarea escolar, su conducta lectora privilegia la satisfacción más que el deber, y la identificación personal, íntima, con aquello que lee.
            Leer tiene un carácter en gran medida extracurricular.  Las bibliotecas públicas, las salas de lectura y los clubes del libro, junto con los editores, los especialistas en cultura escrita y los autores, pueden incidir de modo determinante para que el hábito de la lectura de calidad adquiera su valor de apoyo a la educación continua y permanente, más allá de la boleta de calificaciones.
            Es cierto y no hay que perderlo de vista, que las bibliotecas públicas no son únicamente espacios para la lectura recreativa, pero una de sus funciones contempla este aspecto, y el préstamo a domicilio y los servicio similares de las salas de lectura, con la necesaria promoción y la difusión adecuada pueden y deben influir para que los usuarios sean también lectores y para que la escuela reconozca ese bien sin material de la lectura, que suele dar mejores resultados cuando se hacen sentir menos el carácter obligatorio y el autoritarismo de la rígida disciplina.

* Tomado de: "¿Qué leen los que no leen? Argüelles Juan Domingo, Pp. 25-28

domingo, 7 de agosto de 2011

GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA

GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA

Nombre:Gregorio Hernández Zamora
Ocupación: Escritor












Hacía un país de lectores “formar lectores”  entre la población que por costumbre no lee.
La jornada, el 1 de septiembre de 2002: “¿Quién define lo que es leer?” el carácter de la lectura como un practica  social diversa – en géneros, propósitos, contextos, modos-, inseparable de prácticas sociales más amplias: trabajo, comercio, religión, política, derecho, periodismo, arte, ocio,  educación, el ejercicio de ciertas prácticas de lectura, no depende de hábitos puramente psicológicos e individuales, sino del lugar que las personas (“los lectores”) ocupan en las relaciones sociales, institucionales y culturales, que son las que hacen accesibles o restringen ciertas prácticas de leer, escribir, hablar y pensar. Por ejemplo, una trabajadora domestica y una profesora universitaria, en tanto lectoras, no se distinguen tanto por sus “hábitos”, sino por las demandas y oportunidades radicalmente distintas que tienen para leer y pensar.
Esta definición prescriptiva de la “verdadera lectura” (por “hábito y placer”; y de “buena literatura”) proviene de sectores que practican la lectura como actividad profesional; por ejemplo: escritores, periodistas, funcionarios públicos, profesores universitarios y maestros, que son personas que reciben un sueldo por leer (y escribir). Deberíamos preguntarnos si estos sectores en verdad leen por “hábito” y “puro gusto”.
El horror que causa la lectura de material “no culto” es, en parte, reflejo del tremendo elitismo y clasismo que aun domina el horizonte social, cultural, artístico y educativo mexicano. Debemos recordar que, en tanto sociedad ex colonial, somos un país profundamente clasista y discriminatorio, en el que la función de la educación  (y junto con ella la cultura y la lectura) no ha sido la de formar productores de cultura, sino la de “llevar la cultura” a los grupos “atrasados”, o sea a los subordinados del país: indígenas, pobres del campo y de la ciudad, analfabetas, rezagados educativos, etcétera. Y así como campo y de la ciudad, analfabetas, rezagados educativos, etcétera. Y así como los conocimientos y prácticas culturales de estos grupos se descalifican de antemano, los de las elites se legitiman automáticamente como  “verdadera cultura”. Cuando se habla de fomentar la lectura, a los marginados ni siquiera se les mira como potenciales agentes productores de cultura, sino, en el mejor de los casos, como potenciales consumidores de la cultura.
No existe la comprensión en abstracto, tampoco existe el lector que comp0rende todo lo que lee. Por el contrario todos comprendemos solo ciertos textos y no otros.
¿Es posible que un estudiante de secundaria comprenda juventud en éxtasis y no comprenda El cantar del Mío Cid? Sí. Porque leer un texto –el que sea- exige conocimiento cultural y lingüístico relevante para cada caso en particular. Dar acceso a la lectura (comprensión) de obras literarias o científicas significa entonces dar acceso al conocimiento previo (marcos conceptuales, históricos, lingüísticos) y su conexión con las experiencias vitales de alumnos cuyos temas vitales, lenguaje y referentes culturales tienen poca relación con los de los libros que se les asignan.
¿Habría entonces que adecuar el tipo de textos literarios a las expectativas de los jóvenes? ¿Qué obras, qué autores recomendaría?
Muchísimos textos no literarios (científicos, periodísticos, religiosos, políticos, hasta publicitarios) son bastante creativos; del mismo modo que muchos textos literarios son poco creativos.
La distancia sociolingüística, temática e ideologice entre un texto (hablado, escrito o audiovisual) y sus lectores es un factor crucial en la posibilidad de leer.
No podemos invitar a los chavos a leer ofreciéndoles (cuando no imponiéndoles) sólo o principalmente literatura cuyos temas y lenguaje les son tan lejanos. En principio se trata de que ellos (justamente quienes no han tenido acceso a prácticas de lectura científica o literaria en sus hogares) sientan, vivan, experimenten que es posible leer.
En secundaria y preparatoria, no buscan eliminar del curriculum la lectura de autores y géneros clásicos (por ejemplo Shakespeare), sino incorporar al curriculum los géneros y temas que son mas familiares y gustados por la chavos (por ejemplo, canciones, poesía, rap, videoclips), y utilizarlos para entenderlos en si mismos, pero también como puente para entender los textos comerciales como los canónicos, comparten temas comunes como : amor, Celos, sexo, injusticia, rebelión, etcétera, y estructuras de género similares: lenguaje figurad, rima, trama, voz etcétera.
Si nosotros excluimos del curriculum escolar lo que para los estudiantes es importante, estamos reconociendo que eso no importa, que no es digno hablar de eso en la escuela, lo que genera un natural rechazo hacia lo  escolar.
Uno puede leer una novela o un libro científico con los niños, a condición de apoyar o andamiar su lectura: establecer una conversación previa o paralela que genera interés y motivación para leer dicho libro; anticipar el argumento o temas del mismo; leer junto con ellos, explicando pacientemente lo que haya que explicar, para involucrarlos en la historia o en el tema (palabras desconocidas, frases complicadas pasajes oscuros; referencias históricas, culturales o textuales indispensables para entender de que se habla y por qué; hacer recapitulaciones,; relacionar lo que se lee con textos, historias, temas o situaciones, familiares para ellos, etcétera.
Este trabajo pedagógico, indispensable para acceder no solo a la  lectura, sino al conocimiento y al pensamiento conceptual y crítico, es lo que los libros no proporcionan por sí mismos.
*tomado de “La experiencia literaria” pp.109-118