La ciudad de México lleva ya Más de un mes tapizada de carteles de la campaña “diviértete leyendo”, del consejo de la Comunicación, también conocida como la campaña “LEER”. Es una campaña sorprendente en cuanto a la difusión que se le dio, el franco sinsentido de su creatividad, y, en mi opinión, la absoluta futilidad de su estrategia. Asumo que la campaña fue el producto de buenas intensiones. Las celebridades que se prestaron para ser sus portavoces, no dudo no dudo que lo hicieron de pura buena gana para apoyar una causa noble. Pero la nobleza de las intensiones no es lo que me parece problemático.
Para empezar, parece que quienes diseñaron la campaña leen poco, sino es que nada. Los textos que componen los carteles de la campaña se dividen en dos: lo que leer es, y lo que leer hace. Se dice de “leer” que es “mi mejor canción”, “mi ritmo”, “el mejor deporte” y “mi acto favorito” (por mencionar solo algunos).
Se dice de leer que “acelera nuestros sentidos”, que “nos enloquece”. La extrema rareza de los textos es tal que casi parece el resultado de un cadáver exquisito. Pero no lo es. Leer se presenta como equivalente a todo tipo de cosas: oír música, bailar, hacer deporte, diversión total, locura, como si quisieran hacer de la lectura una cosa más de “chavos”, con más “onda”. Pero el efecto es el contrario: se siente un profundo deseo de hacer de la lectura lo que sea que no sea simplemente leer algo que interese, que enganche.
Y ese es exactamente el punto: leer, por sí solo, no significa nada. Exhortar a que alguien lea, así, en abstracto, es casi como pedirle a alguien que sea. ¿Que sea qué? ¿Chef? ¿Viene-viene? ¿Estadista? Ni la identidad, ni la lectura, existen independientemente de sus predicados. Se leen novelas, buenas o malas, cuentos infantiles, epígrafes, baladas o el contenido nutricional de una caja de cereal. Leer veinte minutos de una buena novela es una delicia. Veinte minutos de cretinazgo, un suplicio.
No tengo nada en contra de sugerir que la gente lea, pero no veo por qué gastar tanto dinero en tanta publicidad tan abstracta. Lo que necesita publicidad no es lectura en sí, son los buenos libros; libros que enganchen, que piquen, que formen lectores adictos. Somos un país con escritores, novelistas, poetas y dramaturgos que sostienen múltiples trabajos para sólo poder continuar escribiendo. ¿Por qué no usar ese dinero para impulsar su obra? ¿Por qué no tomarse el tiempo de leer? Porque lo que la campaña ofrece no es una entrada al placer de la lectura; son estrellas de farándula, predicados mafufos y un solitario infinitivo que se repite hasta perder sentido.
*tomado de periódico “La Semana de Frente” pp.5 del 18 a 24 de agosto 2011.
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