Nombre: V.s Naipaul
Ocupación: Escritor
He oído que coleccionistas serios de libros o cuadros a veces empiezan cuando son muy jóvenes; y hace poco, en la India, un distinguido cineasta, Shyam Benegal, me dijo que tenía seis años cuando decidió dedicar su vida al cine como director.
Todo en ese Ramlila se había transportado desde la India en la memoria de la gente. Y aunque como teatro era burdo y hubo mucho que se me fue de la trama, creo que entendí más y sentí más que durante El príncipe y el mendigo y Sesenta años gloriosos en el cine local. Esas fueron las primeras películas que vi, y nunca tuve idea de lo que estaba viendo. Mientras que Ramlila había dado realidad, y mucha emoción, a lo que conocía del Ramayana.
V.S NAIPAUL |
Nombre: V.s Naipaul
Ocupación: Escritor
He oído que coleccionistas serios de libros o cuadros a veces empiezan cuando son muy jóvenes; y hace poco, en la India, un distinguido cineasta, Shyam Benegal, me dijo que tenía seis años cuando decidió dedicar su vida al cine como director.
En mi caso, sin embargo, la ambición de ser escritor fue una especie de farsa durante muchos años. Me gustaba que me regalaran una pluma fuente y un frasco de tinta Waterman y cuadernos rayados de ejercicios (con margen), pero no tenía el deseo ni la necesidad de escribir nada, ni siquiera cartas: no había a quién escribírselas. No era especialmente bueno en la clase de composición inglesa en la escuela; no inventaba ni contaba cuentos en mi casa. Y aunque me gustaban los libros nuevos, como objetos físicos, no era un gran lector
Me gustaba un libro para niños que me habían regalado, barato de papel grueso, de las fábulas de Esopo; me gustaba un tomo de los cuentos de Andersen que me había comprado con el dinero que me dieron para mi cumpleaños. Pero tenía problemas con los otros libros, sobre todo con los que se suponía gustaban a los muchachos de edad escolar.
Mi padre era un autodidacta que se había hecho periodista. Leía a su modo. En esa época tenía poco más de treinta años; y seguía aprendiendo. Leía muchos libros al mismo tiempo, no terminaba ninguno, no buscaba la historia o el argumento en ningún libro sino las cualidades especiales o el carácter del escritor. Allí encontraba el placer, y podía saborear a los escritores sólo en pequeños fragmentos. A veces me llamaba para que escuchara dos o tres o cuatro páginas, rara vez más, de escritura, que disfrutaba especialmente. Leía y explicaba con entusiasmo y era fácil que me gustara lo que a él le gustaba. De esta manera insólita -considerando los antecedentes: la escuela colonial racialmente mixta, la introversión asiática en la casa- yo había empezado a reunir mi propia antología de literatura inglesa.
Deseaba ser un escritor. Pero junto con el deseo había llegado el conocimiento de que la literatura que me había provocado ese deseo venía de otro mundo, muy lejos del nuestro.
Éramos una comunidad de inmigrantes asiáticos en una islita colonial del Nuevo Mundo. Para mí, la India parecía muy lejana, mítica, pero en esa época todas las ramas de la familia extendida habíamos estado fuera de la India sólo cuarenta o cincuenta años. Todavía estábamos llenos de los instintos de la gente de la llanura del Ganges, aunque año tras año la vida colonial que nos rodeaba nos absorbía cada vez más. Mi presencia en la clase del señor Worm era parte de ese cambio. Nadie de nuestra familia había entrado a esa escuela tan joven. Otros después de mí irían a la clase de exhibición, pero yo fui el primero.
Una de las primeras cosas públicas a las que me llevaron fue a ver Ramlila, la obra de teatro al aire libre basada en el Ramayana, historia épica sobre el destierro y posterior triunfo de Rama, el héroe-dios hindú. Se realizó en un campo abierto rodeado por caña de azúcar, a orillas de nuestro pueblito rural. Los actores tenían el torso desnudo y algunos traían arcos largos; caminaban de modo lento, estilizado y rítmico, sobre las puntas de los pies, y con pasos altos y trémulos; cuando salían de escena (son recuerdos de hace mucho) bajaban una rampa que se había cavado en la tierra. La obra terminaba cuando quemaban la gran efigie negra del rey demonio de Lanka. Esta quemazón era una de las cosas por las que había venido la gente; y la efigie, burdamente hecha, con papel alquitranado sobre un marco de bambú, había estado parada en el campo abierto todo el tiempo, como una promesa de la conflagración.
Todo en ese Ramlila se había transportado desde la India en la memoria de la gente. Y aunque como teatro era burdo y hubo mucho que se me fue de la trama, creo que entendí más y sentí más que durante El príncipe y el mendigo y Sesenta años gloriosos en el cine local. Esas fueron las primeras películas que vi, y nunca tuve idea de lo que estaba viendo. Mientras que Ramlila había dado realidad, y mucha emoción, a lo que conocía del Ramayana.
El Ramayana era el cuento hindú esencial. Era la más accesible de nuestras dos épicas, y vivía entre nosotros como viven las épicas. Tenía una narración fuerte, ágil, rica y, aun con la maquinaria divina, el asunto era muy humano. Los personajes y sus motivaciones siempre podían discutirse; la épica era como una educación moral para nosotros. Todos los que me rodeaban conocían la historia por lo menos en resumen; alguna gente incluso se sabía algunos de los versos. A mí no tuvieron que enseñármela: era como si siempre hubiese conocido la historia del injusto destierro al bosque peligroso.
Cuando mi padre consiguió trabajo en el periódico local, nos fuimos a vivir a la ciudad. Era a sólo doce millas, pero fue como ir a otro país. Nuestro mundito rural hindú, el mundo de una India recordada que se estaba desintegrando, quedó atrás. Nunca regresé: perdí contacto con la lengua; nunca vi otro Ramlila..
Cuando mi padre consiguió trabajo en el periódico local, nos fuimos a vivir a la ciudad. Era a sólo doce millas, pero fue como ir a otro país. Nuestro mundito rural hindú, el mundo de una India recordada que se estaba desintegrando, quedó atrás. Nunca regresé: perdí contacto con la lengua; nunca vi otro Ramlila..
A los libros en sí no podía entrar solo. No tenía la llave imaginativa. Los conocimientos sociales que yo tenía -un pueblo vagamente recordado, la India y un mundo colonial mixto visto desde fuera- no me ayudaban para la literatura de la metrópolis. Estaba a dos mundos de distancia.
No me las arreglaba bien con los cuentos de la escuela pública (recuerdo uno con el curioso título de Gorrión en busca de expulsión, recién llegado de Inglaterra para la pequeña biblioteca del señor Worm). Y más adelante, cuando estaba en la escuela secundaria (gané la exhibición), tuve los mismos problemas con los cuentos de aventuras o los de misterio en la biblioteca de la escuela, el Buchan, el Sapper, el Sabatini, el Sax Rohmer, todos encuadernados en piel con la dignidad de la época de preguerra, y con el escudo de la escuela grabado en oro en la portada. No veía el sentido de estas emociones artificiales, ni el sentido de las novelas de detectives (mucha lectura, con cierta cantidad de instrucciones equívocas, para un pequeño enigma). Y cuando, sin saber mucho sobre nuevas reputaciones, intenté leer sencillas novelas inglesas de la biblioteca pública, surgían demasiadas preguntas acerca de la realidad de la gente, la artificialidad del método narrativo, el propósito de toda la disposición y sobre cuál era la recompensa final para mí.
Mi antología privada y las enseñanzas de mi padre me habían dado una idea elevada de la escritura. Y aunque había empezado desde una esquina bastante diferente, y estaba a años de distancia de entender por qué sentía lo que sentía, mi actitud (como luego descubriría) era como la de Joseph Conrad -que en esa época acababa de empezar a publicar- cuando le enviaron la novela de un amigo. La novela claramente era una de mucha trama: Conrad la vio no como una revelación de corazones humanos sino como una invención de "sucesos que, propiamente hablando, son sólo accidentes". Al amigo le escribió: "Todo el encanto, toda la verdad, quedan eliminados por los... mecanismos (por así decir) de la historia que la hace parecer falsa."
Ser escritor era ser escritor de novelas y cuentos. Así era como me había llegado la ambición, a través de mi antología y el ejemplo de mi padre, y así era como se había quedado. Era extraño que yo no hubiese cuestionado esta idea, ya que no me gustaban las novelas, no había sentido el impulso (que se supone los niños sienten) de inventar historias, y casi toda mi vida imaginativa durante los largos años de intenso estudio se había dado en el cine y no en los libros. A veces, cuando pensaba en el vacío de escritura dentro de mí, me ponía nervioso; y luego -era como creer en la magia- me decía que cuando llegara el momento ya no habría vacío y los libros se escribirían.
Más de cuarenta años después, mientras leía por primera vez las estampas de Sebastopol de Tolstoi, recordé aquella felicidad que sentí cuando empezaba a escribir, cuando empecé a ver un camino hacia adelante. Pensé que en esas estampas podía ver moverse al joven Tolstoi, como por necesidad, hacia el descubrimiento de la ficción: empezaba como un cuidadoso escritor descriptivo (una contraparte rusa de William Howard Russell, el corresponsal del Times, no mucho mayor, por otro lado), y luego, como si hubiese visto una manera mejor y más fácil de tratar con los horrores del estado de sitio de Sebastopol, hacía una ficción sencilla, ponía en movimiento a unos personajes, y acercaba la realidad.
Si hubiese tenido aunque fuera un poquito de dinero, o el prospecto de un trabajo regular, habría sido fácil desechar la idea de escribir. La veía ahora sólo como una fantasía nacida de la preocupación y la ignorancia de mi infancia, y se había vuelto una carga. Pero no había dinero. Tenía que retener esa idea..
Una parte de la voz era la de mi padre, de sus relatos de la vida rural de nuestra comunidad. Parte era del anónimo Lazarillo, de la España de mediados del siglo XVI. (En mi segundo año en Oxford le había escrito a E.V. Rieu, editor de los Penguin Classics, ofreciéndole traducir el Lazarillo. Me había contestado con mucha cortesía, a mano, diciendo que sería un libro difícil de publicar, y que no lo consideraba un clásico. No obstante, durante mi vacío, como sustituto de la escritura, había hecho la traducción completa.) La voz mixta funcionaba. No era totalmente mía cuando me llegó, pero no me sentía incómodo con ella. De hecho, era la voz de escritura que me había esforzado en encontrar. Pronto me fue familiar, era la voz que estaba en mi mente. Me daba cuenta de cuándo estaba bien y cuándo se empezaba a descarrilar.
Para empezar como escritor había tenido que volver al principio y -olvidando Oxford y Londres- elegir mi camino de regreso a aquellas primeras experiencias literarias, algunas no compartidas con nadie, que me habían dado mi propio punto de vista de lo que estaba a mi alrededor.
Casi toda mi vida adulta la había pasado en países donde yo era un extraño. Como escritor, no podía sobrepasar esa experiencia. Para ser sincero con esa experiencia, tenía que escribir acerca de personas en ese tipo de situación. Encontré maneras de hacerlo; pero nunca dejé de sentirlo como una restricción. Si hubiese tenido que depender sólo de la novela, probablemente pronto me habría encontrado sin medios para continuar, aunque tenía práctica en la narración en prosa y estaba lleno de curiosidad acerca del mundo y la gente.
Tenía la idea de que un libro de viajes podría ser un interludio vistoso en la vida de un escritor serio. Pero los escritores en quienes pensaba -y no podrían haber sido otros- era gente de la metrópolis: Huxley, Lawrence, Waugh. Yo no era como ellos. Ellos escribieron en tiempos del imperio; sea cual fuere su carácter en su país, inevitablemente en sus viajes se volvían medio imperiales, usando los incidentes del viaje para definir sus personalidades metropolitanas contra un telón de fondo extranjero.
Fue otra vez el azar que me provocó hacer otro libro no de ficción. Un editor en Estados Unidos estaba publicando una serie para viajeros, y me pidió que escribiera algo sobre las colonias. Pensé que sería un trabajo sencillo: un poco de historia local, algunos recuerdos personales, algunas estampas en palabras.
Había pensado, con un extraño tipo de ingenuidad, que en nuestro mundo todos los conocimientos estaban disponibles, que toda la historia estaba almacenada en algún lugar y podría desenterrarse según las necesidades. Encontré ahora que no había historia local qué consultar. Había sólo unas guías en que se repetían algunas leyendas. La colonia no había sido importante; su pasado había desaparecido. En algunas de las guías se señalaba con humor que la colonia era un lugar donde nada notable había sucedido desde la visita de Sir Walter Raleigh en 1595.
En la escuela, en la clase de historia, la esclavitud sólo era una palabra. Un día en el patio de la escuela, en la clase del señor Worm, cuando se habló un poco del asunto, recuerdo que traté de darle un significado a la palabra: miré hacia arriba a los cerros al norte de la ciudad y pensé que esos cerros alguna vez habrían sido mirados por gente que no era libre. La idea era demasiado dolorosa para retenerla.
Ahora, muchos años después de aquel momento en el patio de la escuela, los documentos hicieron realidad esa época de esclavitud. Me permitieron vislumbrar la vida en las plantaciones. Una plantación estuvo muy cerca de la escuela; una calle no muy lejana todavía tenía el nombre francés -adaptado al inglés- del propietario del siglo XVIII. Encontré documentos -con frecuencia- en la cárcel de la ciudad, donde la ocupación principal del carcelero francés y su esclavo ayudante era castigar a los esclavos (los cargos dependían del castigo infligido y los hacendados pagaban) y donde había celdas calientes especiales, justo bajo el techo de tejamanil, para los esclavos considerados hechiceros.
A través de los registros de un insólito juicio por asesinato -un esclavo había matado a otro en un velorio por una negra libre- me hice una idea de la vida de los esclavos de la calle en la década de 1790, y me di cuenta de que el tipo de calle en que nosotros habíamos vivido, y el tipo de calle que yo había estudiado desde lejos, eran muy cercanos a las calles y la vida de hacía ciento cincuenta años. Esa idea, de una historia o los antecedentes de la calle urbana, era nueva para mí. Lo que había conocido me había parecido común, no planeado, sólo allí, con nada que se pareciera a un pasado. Pero el pasado estaba ahí: en el patio de la escuela, en la clase del señor Worm, bajo el árbol de samán, nos parábamos tal vez en el sitio de la hacienda Bel-Air de Dominique Dert, donde en 1803 el commandeur esclavista, capataz de la hacienda, por un amor retorcido por su amo, había intentado envenenar a otros esclavos.
Más perturbadora era la idea de los aborígenes desaparecidos, sobre cuya tierra y entre cuyos espíritus todos vivíamos. El pueblo rural en el que yo había nacido, y donde en un claro del cañaveral había visto nuestro Ramlila, tenía un nombre aborigen. Un día descubrí en el Museo Británico -en una carta de 1625 del rey de España al gobernador local- que era el nombre de una pequeña tribu fastidiosa de apenas más de mil personas. En 1617 habían funcionado como guías del río para los invasores ingleses. Ocho años después -España tenía una larga memoria-, el gobernador español había reunido suficientes hombres para infligir un castigo colectivo no especificado a la tribu; y su nombre había desaparecido de los registros.
Esto era más que un dato sobre los aborígenes. En cierta medida, modificaba mi propio pasado. Ya no podía pensar en el Ramlila que había visto de niño, como si hubiese ocurrido al principio de todo. Imaginativamente tenía que hacerle lugar a gente de otro tipo en el suelo del Ramlila. La ficción por sí sola no me habría llevado a esta comprensión más amplia.
No volví a hacer un libro así, sólo a partir de documentos. Pero la técnica que había adquirido -de ver a través de múltiples impresiones una narración humana central- era algo que trasladé a los libros de viajes (o, mejor dicho, de búsqueda) que escribí durante los siguientes treinta años. Así, a medida que mi mundo se ampliaba, más allá de las circunstancias personales inmediatas que nutrían la ficción, y a medida que se ampliaba mi comprensión, las formas literarias que practicaba fluyeron de manera paralela y se apoyaban una a otra; y no podía decir que una forma fuese superior a otra. La forma dependía del material; todos los libros eran parte del mismo proceso de comprensión. A esto me había comprometido la carrera de escritor, al principio sólo una fantasía infantil, y luego un deseo más desesperado de escribir relatos.
De niño, al tratar de leer, había sentido que dos mundos me separaban de los libros que me ofrecían en la escuela y en las bibliotecas: el mundo de la infancia de nuestra India recordada y el mundo más colonial de nuestra ciudad. Yo pensé que las dificultades tenían que ver con los problemas sociales y afectivos de mi infancia -esa sensación de haber entrado al cine mucho después de empezada la película- y que las dificultades se desvanecerían cuando yo creciera. Lo que no sabía, aun después de haber escrito mis primeros libros de ficción -que se referían sólo al argumento y a la gente y a tratar de llegar al final y a montar bien las bromas-, era que esas dos esferas de oscuridad se habían convertido en mi tema. La ficción, elaborando sus misterios, encontrando direcciones a través de indirecciones, me había llevado a mi tema. Pero no me había llevado hasta el final.
Para cada tipo de experiencia hay una forma adecuada, y no sé qué tipo de novela podría haber escrito sobre la India. La ficción funciona mejor en un área moral y cultural cerrada, donde las reglas son conocidas por la mayoría; y en esa área delimitada trata cosas -emociones, impulsos, ansiedades morales- que serían inasibles o quedarían incompletas en otras formas literarias.
Mi experiencia había sido muy singular. Para escribir una novela acerca de ella, habría sido necesario crear a alguien como yo, alguien con mis ancestros y antecedentes, y elaborar algún asunto que hubiese llevado a esta persona a la India. Habría sido necesario más o menos duplicar la experiencia original, y no habría añadido nada. Tolstoi usó la ficción para acercar el estado de sitio de Sebastopol, para darle mayor realidad. Creo que si yo hubiese intentado escribir una novela sobre la India y hubiese montado todo ese aparato de invención, habría estado falsificando una experiencia preciada. El valor de la experiencia se encontraba en su singularidad. Tenía que presentarla tan fielmente como fuese posible.
Escribía acerca de la gente en un pueblo del sur de la India: gente pequeña, conversaciones grandes, acciones pequeñas. Allí empezó; y allí estaba cincuenta años después. En cierta medida, esto reflejaba la vida de Narayan. Nunca se alejó de sus orígenes. Cuando lo conocí en Londres en 1961 -él había estado viajando y estaba a punto de regresar a la India- me dijo que necesitaba estar en su casa, hacer sus caminatas (con una sombrilla para el sol) y estar entre sus personajes.
Verdaderamente poseía su mundo. Éste era completo y siempre estaba allí, esperándolo; y era lo suficientemente lejano del centro de las cosas para que los disturbios externos se apaciguaran antes de alcanzarlo. Incluso el movimiento de independencia, en las calientes décadas de 1930 y 1940, ya estaba lejano, y la presencia de los británicos estaba marcada sobre todo por los nombres de edificios y lugares. Ésta era una India que parecía desafiar a los vanagloriosos e irse por su propio camino.
Verdaderamente poseía su mundo. Éste era completo y siempre estaba allí, esperándolo; y era lo suficientemente lejano del centro de las cosas para que los disturbios externos se apaciguaran antes de alcanzarlo. Incluso el movimiento de independencia, en las calientes décadas de 1930 y 1940, ya estaba lejano, y la presencia de los británicos estaba marcada sobre todo por los nombres de edificios y lugares. Ésta era una India que parecía desafiar a los vanagloriosos e irse por su propio camino.
La literatura, como todo arte vivo, siempre está en movimiento. Es parte de su vida que su forma dominante cambie constantemente. Ninguna forma literaria -la obra de Shakespeare, el poema épico, la comedia de la Restauración, el ensayo, el trabajo histórico- puede continuar durante mucho tiempo en el mismo tono de inspiración. Si todo talento creativo siempre se está extinguiendo, toda forma literaria siempre está llegando al límite de lo que puede hacer.
La nueva novela dio a la Europa del siglo XIX cierto tipo de noticias. El final del siglo XX, saciado de noticias, culturalmente mucho más confundido, amenazando una vez más con estar tan lleno de movimientos tribales o tradicionales como durante los siglos del imperio romano, necesita otro tipo de interpretación. Pero la novela, que aún (a pesar de las apariencias) imita el programa de los iniciadores del siglo XIX, que aún se alimenta de la visión que ellos crearon, sutilmente puede distorsionar la desadaptada realidad nueva. Como forma, ahora es bastante común y lo suficientemente limitada para ser enseñable. Fomenta una multitud de pequeños narcisismos, lejanos y cercanos; éstos defienden la originalidad y dan a la forma una ilusión de vitalidad. Es una vanidad de la época (y de la promoción comercial) el que la novela siga siendo la expresión última y más elevada de la literatura.
A partir del pequeño cambio colonial del gran logro del siglo XIX, a fines de la década de 1920 llegó a mi padre -tal vez mediante un maestro o un amigo- el deseo de ser escritor. Sí se hizo escritor, aunque no de la manera que él quería. Hizo buenos trabajos; sus relatos le dieron un pasado a nuestra comunidad, que de otro modo se habría perdido. Pero había un desajuste entre la ambición que venía de fuera, de otra cultura, y nuestra comunidad, que no tenía una tradición literaria viva; y los relatos de mi padre, ganados a pulso, han encontrado muy pocos lectores entre la gente de quien trataban.
Me heredó su ambición de escritura; y yo, que crecí en otra época, he logrado llevar a cabo esa ambición casi hasta el final. Pero recuerdo lo difícil que fue para mí, cuando era niño, leer libros serios; dos esferas de oscuridad me separaban de ellos. Casi toda mi vida imaginativa estaba en el cine. Todo allí estaba lejos, pero al mismo tiempo todo en ese curioso mundo operístico era accesible. Era un arte verdaderamente universal. No creo que exagero cuando digo que sin el Hollywood de las décadas de 1930 y 1940, espiritualmente habría estado bastante menesteroso. No puedo omitir esto de mi recuento de lectura y escritura. Y ahora debo preguntarme si el talento que alguna vez se invertía en la literatura imaginativa no se encontraba en este siglo en los primeros cincuenta años de la gloriosa cinematografía.
*Tomado de “leer y escribir”
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