ITALO CALVINO |
Nombre: Italo Calvino
Ocupación: Escritor
Es frecuente que nos pregunte, y a veces que nos preguntemos, para que sirve leer. No es raro que en la elaboración de las teorías se expongan razones graves, cuando no excesivamente rigurosas.
Otras veces, en cambio, sea figurada o líricamente, nos aseguran que leer no sirve para nada. Y hay razón en ello, pero, por todo lo dicho anteriormente, también debemos entender esta expresión en su calidad metafórica.
Jorge Ibargüengoitia decía que la única razón válida para leer obras literarias es el goce que nos entregan. “Hay que tener en cuenta –explicaba- que los beneficios que produce la lectura de obras literarias son muy tenues. En lo moral, muy dudosos, y en cuanto al conocimiento que dan de la vida, inaplicables. Nunca he oído decir a nadie: “Me salvé porque apliqué las enseñanzas contenidas en Fortunata y Jacinta”.
Para ilustrar la incongruencia de a obligatoriedad escolar de la lectura, Ibargüengoitia recordaba entonces cierta encuesta hecha por una maestra, allá por los años setenta, por medio de la cual investigo los hábitos y conductas de cien adolescentes de distintas capas sociales. Una de las preguntas era “¿Qué prefieres: leer o ver televisión?”, El resultado fue por demás obvio: no hubo un solo interrogado que respondiera que prefería leer.
“Según ella – ironizaba el escritor-, esta era razón suficiente para impartir clases de literatura, sin tener en cuenta que estos cien niños examinados pertenecen a una sociedad en la que se dan clases de literatura…” Y en la que, vale agregar, no se dan clases para ver televisión.
Esto llevo al autor de La ley de Herodes a formular la conclusión siguiente: “La lectura es un acto libre. Debe uno leer el libro que le apetezca a la hora que le convenga. Y si no le apetece a uno ningún libro, no lee, y no se ha perdido gran cosa.” Conclusión esta que, entendida como un dogma, corre el riesgo de proponerse cual axioma que señala la imposibilidad y la inutilidad de transmitir el gusto, la pasión por la lectura. Aunque, por otra parte, viene a servirnos para probar otra certeza, aquella que, con devastadora sinceridad, expone Gabriel Zaid en Los demasiados libros; una certeza que muchos se niegan a reconocer pero que contiene posiblemente la explicación de por qué la gente lee tan poco: “Para tener éxito profesional y ser aceptado socialmente y ganar bien no es necesario leer libros”.
Es más, hay quienes, desde una posición social desahogada o desde el éxito profesional, presumen su incultura libresca, incluso exagerándola, y se ufanan de no haber necesitado los libros y la lectura sino para pasar los exámenes y para sacar la carrera. Las credenciales y los títulos, los diplomas y el curriculum relevan con mucha frecuencia la práctica cultural (recordemos el conocido chiste de quien ante las visitas, muestra su enfado por haber recibido un libro de regalo cuando en casa ya tenía uno).
En este sentido, no deja de tener razón Zaid cuando sostiene que quien regala libros reparte obligaciones, pues no se ha encontrado mejor fórmula para ahuyentar a la gente de la lectura que encomiando excesivamente su valor práctico cuando sus beneficios son tan inciertos.
Más todavía: no es un secreto para nadie que la obligatoriedad de la lectura desde las aulas ha llevado a resultados contraproducentes porque se fundamenta, implícita y a veces explícitamente, en la creencia de que leer es aburrido, lo cual se ejemplifica también con el ejercicio asalariado de quienes imponen la lectura como tarea pero ellos mismos no la disfrutan y en el peor de los casos ni siquiera la practican.
Son por demás interesantes y significativos los resultados de la mayor parte de las investigaciones sobre conducta lectora en niños y adolescentes. Destaca el hecho de que la lectura como obligación (impuesta sobre todo por los profesores) esté dirigida a cumplir con los requisitos escolares, bajo la premisa de que la lectura (que en los escolares es por lo general esporádica y de muy breves periodos) tiene fundamentalmente una función práctica, y no se toma en cuenta el interés personal.
Estas investigaciones concluyen también que la actitud del adolescente y del joven hacia la lectura adquiere otra dimensión, evidentemente placentera, cuando más que asignársela como un deber se le transmite por recomendación (sea del profesor, de los padres, de los amigos, del bibliotecario), sin que el estímulo sea la recompensa de la calificación.
En el desarrollo de una mayor independencia del adolescente respecto de quienes exigen el cumplimiento de la lectura como una tarea escolar, su conducta lectora privilegia la satisfacción más que el deber, y la identificación personal, íntima, con aquello que lee.
Leer tiene un carácter en gran medida extracurricular. Las bibliotecas públicas, las salas de lectura y los clubes del libro, junto con los editores, los especialistas en cultura escrita y los autores, pueden incidir de modo determinante para que el hábito de la lectura de calidad adquiera su valor de apoyo a la educación continua y permanente, más allá de la boleta de calificaciones.
Es cierto y no hay que perderlo de vista, que las bibliotecas públicas no son únicamente espacios para la lectura recreativa, pero una de sus funciones contempla este aspecto, y el préstamo a domicilio y los servicio similares de las salas de lectura, con la necesaria promoción y la difusión adecuada pueden y deben influir para que los usuarios sean también lectores y para que la escuela reconozca ese bien sin material de la lectura, que suele dar mejores resultados cuando se hacen sentir menos el carácter obligatorio y el autoritarismo de la rígida disciplina.
*Tomado de “Por qué leer los clásicos” pp. 13-20
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