jueves, 18 de agosto de 2011

QUE ES LEER

Leer es un aprendizaje fundamental y una herramienta privilegiada para desplegar, organizar y materializar el pensamiento y la creatividad, sin embargo en tiempos como los que vivimos, la práctica de la lectura muchas veces se ve relegada, tanto en la vida diaria como en la vida escolar.
Se puede disfrutar leyendo, se pueden pasar buenos ratos en soledad o compartidos aprendiendo a reconocerse uno mismo a través de sucesos relatados, analizados, vividos o inventados por otros; encontrar satisfacción al dar con las palabras adecuadas que otros han escrito y sirven para expresar pensamientos propios; es posible divertirse, informarse, emocionarse, aventurarse….. Manejando textos.
La lectura es el medio más importante para explorar el corazón del hombre, proponer ideas, abrir horizontes y acrecentar la conciencia, para crear, conservar y difundir conocimientos, para construir y sostener la civilización.


viernes, 12 de agosto de 2011

LOS TESTIMONIOS

Gargurevich menciona en su libro los géneros periodísticos que el testimonio es un antiguo género que los periodistas están volviendo a utilizar cada vez más en América Latina, tal como lo vienen haciendo también los antropólogos o sociólogos.
El testimonio, en cualquiera de sus formas (autobiografías, memorias, diarios, confesiones, agendas, cartas, conversaciones), fue conocido desde muy antiguo en la literatura que hoy llamamos de “no-ficción”, es decir, de hechos reales. Cualquier relato histórico edificado a base de las impresiones y visión personal del autor encaja dentro del género testimonial. Es un privilegio del testigo dar fe de lo vivido o visto y relatarlo a los demás. Pero este testimonio sólo adquiere forma cuando el testigo inicia su narración diciente “estuve, vi, comprobé, hice, actué, soporté…”
Esta es la caracterización fundamental del testimonio: el uso activo y constante de la primera persona, y en todo caso de su plural de modestia (nos-nosotros).
Es así que, Gargurevich define al testimonio como la “técnica de redactar hechos presenciados o vividos por el autor, exponiéndolos en primera persona para lograr mayor énfasis y/o dramatización de su calidad de testigo”.
Cuando la intención del escritor es periodística, es decir, traslado de información a un público lector, el testimonio está restringido normalmente a un hecho de características de alto valor noticioso transcurrido en un espacio relativamente corto de tiempo.
Gargurevich plantea que el testimonio periodístico puede dividirse en dos grandes grupos.
Testimonio directo: Es aquel relato publicado directamente tal y como lo escribió y redactó el periodista o el testigo de la historia y el testimonio indirecto: Es aquel en el que la persona o el testigo relata los hechos al redactor y que éste escribirá en primera persona como si hubiera sido redactados por el testigo. En este caso puede o no figurar el nombre del profesional.

jueves, 11 de agosto de 2011

HAROLD BLOOM

HAROLD BLOOM

Nombre: Harold Bloom


Ocupación: Escritor














Para que los individuos tengan la capacidad de juzgar y opinar  por sí mismos, que lean por su cuenta. Lo que lean, o que lo hagan bien o mal, no puede depender totalmente de ellos, pero deben hacerlo por propio interés y en interés propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o por necesidad, pero, al final, acabará leyendo contra el reloj.
Acaso los lectores de la biblia, los que por sí mismos buscan en ella la verdad, ejemplifiquen la necesidad con mayor claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y, lamentablemente, el cambio definitivo es universal.
Para mí, la lectura es una praxis personal, más que una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con el pasado, aunque se realice en una biblioteca universitaria. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es Samuel Johnson, que comprendió  y expuso tanto los efectos como las limitaciones del hábito de leer. Éste, al igual que todas las actividades de la mente, debía satisfacer la principal preocupación de Johnson, que era la preocupación por  <<aquello que sentimos  próximo a nosotros, aquello que podemos usar>>. Sir Francis Bacón, que aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio este célebre consejo: << No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar.>> A Bacon y Johnson quisiera añadir otro sabio lector: Emerson,  fiero enemigo de la historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros  <<nos llenan de la convicción de que la naturaleza que les escribió es la misma que los lee>>. Permítanme fundir a Bacon, Johnson y Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, en aquello que sintamos próximo a nosotros, aquello que podamos usar para sopesar y reflexionar, y que nos llene de la convicción de compartir una naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos, esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que èl te encuentre luego. Si te encuentra El rey Lear, sopesa y considera la naturaleza que comparte contigo, lo próximo que lo sientes de ti. No considero esta actitud que propugno idealista, sino pragmática. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es dejar de lado los propios intereses primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; esto no es tan irónico como parece. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones y, más que ningún otro, sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que conoces como patriarcado.
En definitiva, leemos- algo en lo que concuerdan Bacon, Johnson  Emerson- para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, y ello es la causa de que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos. Sin duda, los placeres de la lectura so más egoístas que sociales. Uno no puede mejorar de manera directa la vida de nadie leyendo mejor o más profundamente. No puedo menos que sentirme  escéptico ante la tradicional esperanza social que da por sentado que el crecimiento de la imaginación individual ha de conllevar inevitablemente una mayor preocupación por los demás, y pongo en cuarentena toda argumentación que relacione los placeres de la lectura personal con el bien común.
Lo triste de la lectura que se realiza por motivos profesionales es que sólo raras veces revive uno el placer de leer que sintió en su juventud, cuando los libros eran un deleite hazlittiano. La manera en que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquier de los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo en El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y, sin embargo, no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La niñez pasada en gran medida mirando la televisión se proyecta en una adolescencia frente al ordenador, y la universidad recibe a un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el haber nacido como el tenernos que morir; es decir, de madurar. La lectura resulta incapaz de fortalecer su personalidad, que, por consiguiente, no madura. Esta situación sólo se puede solucionar recurriendo a alguna versión del elitismo, y, por buenas y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, quienes practican la lectura personal, jóvenes y viejos. Si  existe en nuestra época una función de la crítica, será la de dirigirse a esos lectores que leen por sí mismos y no por unos intereses que, supuestamente, trascienden la propia personalidad.
En la literatura, como en la vida, el mérito está muy relacionado con lo idiosincrásico, con esas superfluidades que hacen que empiece a captarse el sentido de lo escrito. No es casual que los historicistas- críticos que creen que todos estamos inexorablemente condicionados por la historia social- consideren que los personajes literarios son meros signos en una pagina. Si no pensamos por nosotros mismos, Hamlet ni siquiera era un caso clínico. Así pues, voy a enunciar  el primer principio, a fin de renovar la manera en que leemos hoy, un principio que me apropio de Samuel Johnson: límpiate la mente de tópicos. El diccionario nos dice que los tópicos o lugares comunes son fórmulas o clichés convertidos en esquemas formales o conceptuales. Dado que las universidades han potenciado expresiones como  <<sexo y sexualidad>> o <<multiculturalismo>>, la admonición de Johnson se convierte: límpiate la mente de tópicos peudointelectuales. Una cultura universitaria en que la apreciación de la ropa interior de las mujeres victorianas sustituye a la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning recuerda las vitriólicas sátiras de Nathanael West, pero no es más que la norma. Una consecuencia involuntaria de esa <<poética cultural>> es que no puede surgir un nuevo Nathanael West, pues semejante cultura universitaria no podría soportar la parodia. Los poemas de nuestra tradición cultural han sido reemplazados por la ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Nuestros nuevos materialistas nos dicen que han recuperado el cuerpo para el historicismo, y  afirman obrar en nombre del principio de realidad. La vida de la mente será aniquilada por la muerte del cuerpo, pero para eso no se necesitan los hurras de una secta pseudointelectual.
Límpiate la mente de tópicos conduce al segundo principio de renovación de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni a tu ciudad con lo que lees ni por el modo en que lo lees.
El fortalecimiento de la propia personalidad ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de cada uno: no hay una ética de la lectura. Hasta que haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, que forzosamente se restará de la lectura. El historicismo, tanto referido al pasado como al presente, es una especie de idolatría, una devoción obsesiva a lo puramente temporal. Leamos, entonces, iluminados por esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los nuestros: El intelectual es una vela que iluminará la voluntad y los anhelos de todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor claridad el tercer principio de lectura. No hay qué temer que la libertad que confiere el desarrollo como lector sea egoísta, porque, si uno llega a ser u lector como es debido, la respuesta a su labor lo confirmará como iluminación de los demás. Cuando leo las cartas de desconocidos que recibo en los últimos siete u ocho años, por lo general me conmuevo tanto, que no puedo responderlas. Su pàthos, para mí, radica en que a menudo dejan traslucir un ansia de estudios literarios canòicos que las universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de las mujeres  y los hombres cultivados, y, proféticamente, agregó: <<El hogar del escritor no es la universidad, sino el pueblo.>> Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y mujeres representativos, es decir, que sirven de ejemplo y de modelo.
La función- olvidada en gran medida- de una educación universitaria quedó captada para siempre en <<El intelectual americano>>, discurso en el que, acerca de los deberes del intelectual, Emerson dice: << Pueden considerarse incluidos en la confianza en sí mismos.>>  Tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser inventor. A la <<lectura creativa>>, en el sentido de Emerson, la llamé  en cierta ocasión <<mala lectura>>, expresión que persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La inanidad o la vaciedad que perciben cuando leen un poema sólo está en sus ojos. La confianza en sí mismo no es un don ni un atributo, sino una especie de segundo nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética  no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos, si se llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental: contiene  todos los principios de la lectura, y es mi piedra de toque a lo largo de este libro. Borges atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su evidente falta de egoísmo, pero esta cualidad no es más que una metáfora para indicar lo que realmente distingue a Shakespeare, que es, en definitiva, una tremenda capacidad de comprensión. Con frecuencia, aunque no siempre nos demos cuenta, leemos en busca de una mente más original que la nuestra.
Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio para la renovación de la lectura sea la revolución de lo irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente cuando dice una cosa quiere decir otra, a menudo diametralmente opuesta. Pero, al enunciar el quinto principio –la lánguida esperanza de recuperar la ironía -, me siento próximo a la desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como instruirlo para que desarrolle plenamente su personalidad. Y, sin embargo, la pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.
Anduve de tabla en tabla
Con paso lento y prudente.
Sentía en derredor las estrellas,
En torno a mis pies el mar.
Sabía que quizá la siguiente
Fuera la pisada final.
Y anduve con ese precario paso
que algunos llaman experiencia.
Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero, a menos que nos disciplinen, todos tenemos un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede comprenderse a Dickinson, maestra de lo sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Va andando por el único sendero disponible, <<de tabla en tabla>>; irónicamente, no obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir <<en derredor las estrellas>>, aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la <<pisada final>> le confiere ese <<precario paso>> al que no da nombre, aunque nos dice <<algunos>> lo llaman experiencia. Dickinson había leído <<experiencia>>, el ensayo de Emerson –una pieza culminante, muy al modo en que <<De la experiencia>> lo fuera para Montaigne, su maestro- y su ironía es una respuesta amable al planteamiento inicial de Emerson: <<¿Dónde nos encontramos? En una serie de acontecimientos cuyos extremos desconocemos y que, según creemos, no los tiene.>> Para Dickinson, el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pisada final. <<!si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que no nos lo dijera!>> La consiguiente imagen poética de Emerson difiere de la de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en la manera de asumirla. En el dominio de la experiencia de Emerson, <<todas las cosas nadan y destellan>>, y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de Dickinson. Con todo, los dos son sinceros, y en los efectos rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
Al final del sendero de la ironía perdida hay una pisada final, más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que la de una edad literaria sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del sentido irónico no sólo se habrá perdido lo que llamamos <<literatura de la invención>>, sino bastante más. Ya parece haberse perdido Thomas Mann, el más irónico de los grandes escritores del siglo XX. Se han publicado nuevas biografías suyas preocupadas, sobre todo, por probar su supuesta homosexualidad, como si la única forma de demostrar que aún tiene cierto interés para nosotros fuera certificar su condición de gay y darle así un lugar en los planes de estudios universitarios. De hecho, es lo mismo que estudiar a Shakespeare fundamentalmente por su supuesta bisexualidad, pero los capricos del contrapuritanismo vigente se diría que no tienen límite. Aunque las ironías de Shakespeare, como cabría esperar tratándose de él, son las más amplias y dialécticas de la literatura occidental, no siempre nos transmiten las pasiones de sus personajes, a causa de la vastedad e intensidad de sus registros emocionales. Por consiguiente, sobrevivirá a nuestra época: perderemos sus ironías, pero nos quedará el resto de su obra. Sin embargo, en el caso de Thomas Mann todas las emociones, narrativas o dramáticas, nos son transmitidas mediante un irónico esteticismo; de ahí que enseñarles La muerte en Venecia o Unordnung und fruhes Leid a la mayor parte de los estudiantes de nuestras universidades, incluso a los más dotados, sea una tarea casi imposible. Cuando los autores son dejados en el olvido por la historia, decimos acertadamente que sus obras son <<propias de su época>>, pero creo que nos encontramos ante un fenómeno muy diferente cuando la causa de que hayan sido olvidados es una ideología historicista.
La ironía exige una amplia dosis de atención y la capacidad de albergar mentalmente en un momento dado doctrinas antitéticas, incluso si chocan entre s[i. si la lectura es despojada de la ironía, pierde inmediatamente su carácter disciplinar y su capacidad de sorprender. Pregúntate qué es aquello que sientes próximo a ti, aquello que puedes usar para sopesar y meditar, y lo más probable es que te respondas que la ironía, incluso si muchos de tus maestros no saben qué es ni dónde encontrarla. La ironía limpiara tu mente de los tópicos pseudointelectuales de los ideólogos y te ayudará a ser un intelectual que ilumine a los demás igual que una vela.
Cuando uno ronda los setenta, le apetece tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo trascurre implacable. No sé si Dios o la naturaleza tienen derecho a exigir nuestra muerte, aunque es ley de vida que llegue nuestra hora, pero estoy seguro de que nada ni nadie, cualquiera que sea la colectividad que pretenda representar o a la que intente promocionar, puede exigir de nosotros la mediocridad.
Como durante medio siglo mi lector ideal ha sido Samuel Johnson, reproduzco mi pasaje favorito del prefacio con que encabezó su edición de las obras teatrales de Shakespeare;
Éste es, pues, el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda  curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.
Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano, uno ha de ser capaz de leer humanamente, con todo su ser.
Tenga las convicciones que tenga, uno es más que una ideología; y Shakespeare tanto más te habla cuanto mayor es la parte de ti que eres capaz de llevar hasta èl. En otras palabras: Shakespeare nos lee mejor de lo que podemos leerlo, aun después de habernos limpiado la mente de tópicos. No ha habido antes ni después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos incita a permitir que Shakespeare nos cure de nuestros <<éxtasis delirantes>>. Permítaseme ir más allá de Johnson y hacer hincapié en que debemos reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es el aserto  de que tener personalidad propia es una ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y dramáticos son meros signos en una página. Un cuarto fantasma, y el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.
De todos modos, al fin mi amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a la exaltación de las muchas personas capaces de leer de forma personal con las que me voy encontrando, tanto en el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens y demás escritores de su categoría porque la vida que describen es de tamaño mayor que el natural. En términos pragmáticos, se han convertido en la verdadera bendición, entendida en el más puro sentido judío de <<vida más plena en un tiempo sin límites>>. Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los demás y cómo son las cosas. Sin embargo, el motivo más profundo y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica de la lectura, y pienso que <<dificultad placentera>> es una definición plausible de lo sublime; pero depende de cada lector que encuentre un placer todavía mayor. Hay una versión de lo sublime para cada lector, la cual es, en mi opinión, la [única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía m[as precaria de lo que llamamos <<enamorarse>>. Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podemos utilizar para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee. A limpiarnos la mente de tópicos, no importa qué idealismo afirmen representar. Sólo se puede leer para iluminarse a uno mismo: no es posible encender la vela que ilumine a nadie más.   
*Tomado de “Cómo leer y por qué” pp. 17-27

miércoles, 10 de agosto de 2011

ITALO CALVINO


ITALO CALVINO



Nombre: Italo Calvino
Ocupación: Escritor














Es frecuente que nos pregunte, y a veces que nos preguntemos, para que sirve leer. No es raro que en la elaboración de las teorías se expongan razones graves, cuando no excesivamente rigurosas.
Otras veces, en cambio, sea figurada o líricamente, nos aseguran que leer no sirve para nada. Y  hay razón en ello, pero, por todo lo dicho anteriormente, también debemos entender esta expresión en su calidad metafórica.
            Jorge Ibargüengoitia decía que la única razón válida para leer obras literarias es el goce que nos entregan. “Hay que tener en cuenta –explicaba- que los beneficios que produce la lectura de obras literarias son muy tenues. En lo moral, muy dudosos, y en cuanto al conocimiento que dan de la vida,  inaplicables. Nunca he oído decir a nadie: “Me salvé porque apliqué las enseñanzas contenidas en Fortunata y Jacinta”.
Para ilustrar la incongruencia de a obligatoriedad escolar de la lectura, Ibargüengoitia recordaba entonces cierta encuesta hecha por una maestra, allá por los años setenta, por medio de la cual investigo los hábitos y conductas de cien adolescentes de distintas capas sociales. Una de las preguntas era “¿Qué prefieres: leer o ver televisión?”, El resultado fue por demás obvio: no hubo un solo interrogado que respondiera que prefería leer.
“Según ella – ironizaba el escritor-, esta era razón suficiente para impartir clases de literatura, sin tener en cuenta  que estos cien niños examinados pertenecen a una sociedad en la que se dan clases de literatura…” Y en la que, vale agregar, no se dan clases para ver televisión.
            Esto llevo al autor de La ley de Herodes a formular la conclusión siguiente: “La lectura es un acto libre. Debe uno leer el libro que le apetezca a la hora que le convenga. Y si no le apetece a uno ningún libro, no lee, y no se ha perdido gran cosa.” Conclusión esta que, entendida como un dogma, corre el riesgo de proponerse cual axioma que señala la imposibilidad y la inutilidad de transmitir el gusto, la pasión por la lectura. Aunque, por otra parte, viene a servirnos para probar otra certeza, aquella que, con devastadora sinceridad, expone Gabriel Zaid en Los demasiados libros; una certeza que muchos se niegan a reconocer pero que contiene posiblemente la explicación de por qué la gente lee tan poco: “Para tener éxito profesional y ser aceptado socialmente y ganar bien no es necesario leer libros”.
Es más, hay quienes, desde una posición social desahogada o desde el éxito profesional, presumen su incultura libresca, incluso exagerándola, y se ufanan de no haber necesitado los libros y la lectura sino para pasar los exámenes y para sacar la carrera. Las credenciales y los títulos, los diplomas y el curriculum relevan con mucha frecuencia la práctica cultural (recordemos el conocido chiste de quien ante las visitas, muestra su enfado por haber recibido un libro de regalo cuando en casa ya tenía uno).
            En este sentido, no deja de tener razón Zaid cuando sostiene que quien regala libros reparte obligaciones, pues no se ha encontrado mejor fórmula para ahuyentar a la gente de la lectura que encomiando excesivamente su valor práctico cuando sus beneficios son tan inciertos.
Más todavía: no es un secreto para nadie que la obligatoriedad de la lectura desde las aulas ha llevado a resultados contraproducentes porque se fundamenta, implícita y a veces  explícitamente, en la creencia de que leer es aburrido, lo cual se ejemplifica también con el ejercicio asalariado de quienes imponen la lectura como tarea pero ellos mismos no la disfrutan y en el peor de los casos ni siquiera la practican.
            Son por demás interesantes y significativos los resultados de la mayor parte de las investigaciones sobre conducta lectora en niños y adolescentes. Destaca el hecho de que la lectura como obligación (impuesta sobre todo por los profesores) esté dirigida a cumplir con los requisitos escolares, bajo la premisa de que la lectura (que en los escolares es por lo general esporádica y de muy breves periodos) tiene fundamentalmente una función práctica, y no se toma en cuenta el interés personal.
Estas investigaciones concluyen también que la actitud del adolescente y del joven hacia la lectura adquiere otra dimensión, evidentemente placentera, cuando más que asignársela como un deber se le transmite por recomendación (sea del profesor, de los padres, de los amigos, del bibliotecario), sin que el estímulo sea la recompensa de la calificación.
En el desarrollo de una mayor independencia del adolescente respecto de quienes exigen el cumplimiento de la lectura como una tarea escolar, su conducta lectora privilegia la satisfacción más que el deber, y la identificación personal, íntima, con aquello que lee.
            Leer tiene un carácter en gran medida extracurricular.  Las bibliotecas públicas, las salas de lectura y los clubes del libro, junto con los editores, los especialistas en cultura escrita y los autores, pueden incidir de modo determinante para que el hábito de la lectura de calidad adquiera su valor de apoyo a la educación continua y permanente, más allá de la boleta de calificaciones.
            Es cierto y no hay que perderlo de vista, que las bibliotecas públicas no son únicamente espacios para la lectura recreativa, pero una de sus funciones contempla este aspecto, y el préstamo a domicilio y los servicio similares de las salas de lectura, con la necesaria promoción y la difusión adecuada pueden y deben influir para que los usuarios sean también lectores y para que la escuela reconozca ese bien sin material de la lectura, que suele dar mejores resultados cuando se hacen sentir menos el carácter obligatorio y el autoritarismo de la rígida disciplina.
*Tomado de “Por qué leer los clásicos” pp. 13-20

martes, 9 de agosto de 2011

JUAN DOMINGO ARGÜELLES


JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Nombre: Juan Domingo Argüelles.


Ocupación: Escritor













Es frecuente que nos pregunte, y a veces que nos preguntemos, para que sirve leer. No es raro que en la elaboración de las teorías se expongan razones graves, cuando no excesivamente rigurosas.
Otras veces, en cambio, sea figurada o líricamente, nos aseguran que leer no sirve para nada. Y  hay razón en ello, pero, por todo lo dicho anteriormente, también debemos entender esta expresión en su calidad metafórica.
            Jorge Ibargüengoitia decía que la única razón válida para leer obras literarias es el goce que nos entregan. “Hay que tener en cuenta –explicaba- que los beneficios que produce la lectura de obras literarias son muy tenues. En lo moral, muy dudosos, y en cuanto al conocimiento que dan de la vida,  inaplicables. Nunca he oído decir a nadie: “Me salvé porque apliqué las enseñanzas contenidas en Fortunata y Jacinta”.
Para ilustrar la incongruencia de a obligatoriedad escolar de la lectura, Ibargüengoitia recordaba entonces cierta encuesta hecha por una maestra, allá por los años setenta, por medio de la cual investigo los hábitos y conductas de cien adolescentes de distintas capas sociales. Una de las preguntas era “¿Qué prefieres: leer o ver televisión?”, El resultado fue por demás obvio: no hubo un solo interrogado que respondiera que prefería leer.
“Según ella – ironizaba el escritor-, esta era razón suficiente para impartir clases de literatura, sin tener en cuenta  que estos cien niños examinados pertenecen a una sociedad en la que se dan clases de literatura…” Y en la que, vale agregar, no se dan clases para ver televisión.
            Esto llevo al autor de La ley de Herodes a formular la conclusión siguiente: “La lectura es un acto libre. Debe uno leer el libro que le apetezca a la hora que le convenga. Y si no le apetece a uno ningún libro, no lee, y no se ha perdido gran cosa.” Conclusión esta que, entendida como un dogma, corre el riesgo de proponerse cual axioma que señala la imposibilidad y la inutilidad de transmitir el gusto, la pasión por la lectura. Aunque, por otra parte, viene a servirnos para probar otra certeza, aquella que, con devastadora sinceridad, expone Gabriel Zaid en Los demasiados libros; una certeza que muchos se niegan a reconocer pero que contiene posiblemente la explicación de por qué la gente lee tan poco: “Para tener éxito profesional y ser aceptado socialmente y ganar bien no es necesario leer libros”.
Es más, hay quienes, desde una posición social desahogada o desde el éxito profesional, presumen su incultura libresca, incluso exagerándola, y se ufanan de no haber necesitado los libros y la lectura sino para pasar los exámenes y para sacar la carrera. Las credenciales y los títulos, los diplomas y el curriculum relevan con mucha frecuencia la práctica cultural (recordemos el conocido chiste de quien ante las visitas, muestra su enfado por haber recibido un libro de regalo cuando en casa ya tenía uno).
            En este sentido, no deja de tener razón Zaid cuando sostiene que quien regala libros reparte obligaciones, pues no se ha encontrado mejor fórmula para ahuyentar a la gente de la lectura que encomiando excesivamente su valor práctico cuando sus beneficios son tan inciertos.
Más todavía: no es un secreto para nadie que la obligatoriedad de la lectura desde las aulas ha llevado a resultados contraproducentes porque se fundamenta, implícita y a veces  explícitamente, en la creencia de que leer es aburrido, lo cual se ejemplifica también con el ejercicio asalariado de quienes imponen la lectura como tarea pero ellos mismos no la disfrutan y en el peor de los casos ni siquiera la practican.
            Son por demás interesantes y significativos los resultados de la mayor parte de las investigaciones sobre conducta lectora en niños y adolescentes. Destaca el hecho de que la lectura como obligación (impuesta sobre todo por los profesores) esté dirigida a cumplir con los requisitos escolares, bajo la premisa de que la lectura (que en los escolares es por lo general esporádica y de muy breves periodos) tiene fundamentalmente una función práctica, y no se toma en cuenta el interés personal.
Estas investigaciones concluyen también que la actitud del adolescente y del joven hacia la lectura adquiere otra dimensión, evidentemente placentera, cuando más que asignársela como un deber se le transmite por recomendación (sea del profesor, de los padres, de los amigos, del bibliotecario), sin que el estímulo sea la recompensa de la calificación.
En el desarrollo de una mayor independencia del adolescente respecto de quienes exigen el cumplimiento de la lectura como una tarea escolar, su conducta lectora privilegia la satisfacción más que el deber, y la identificación personal, íntima, con aquello que lee.
            Leer tiene un carácter en gran medida extracurricular.  Las bibliotecas públicas, las salas de lectura y los clubes del libro, junto con los editores, los especialistas en cultura escrita y los autores, pueden incidir de modo determinante para que el hábito de la lectura de calidad adquiera su valor de apoyo a la educación continua y permanente, más allá de la boleta de calificaciones.
            Es cierto y no hay que perderlo de vista, que las bibliotecas públicas no son únicamente espacios para la lectura recreativa, pero una de sus funciones contempla este aspecto, y el préstamo a domicilio y los servicio similares de las salas de lectura, con la necesaria promoción y la difusión adecuada pueden y deben influir para que los usuarios sean también lectores y para que la escuela reconozca ese bien sin material de la lectura, que suele dar mejores resultados cuando se hacen sentir menos el carácter obligatorio y el autoritarismo de la rígida disciplina.

* Tomado de: "¿Qué leen los que no leen? Argüelles Juan Domingo, Pp. 25-28

domingo, 7 de agosto de 2011

GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA

GREGORIO HERNÁNDEZ ZAMORA

Nombre:Gregorio Hernández Zamora
Ocupación: Escritor












Hacía un país de lectores “formar lectores”  entre la población que por costumbre no lee.
La jornada, el 1 de septiembre de 2002: “¿Quién define lo que es leer?” el carácter de la lectura como un practica  social diversa – en géneros, propósitos, contextos, modos-, inseparable de prácticas sociales más amplias: trabajo, comercio, religión, política, derecho, periodismo, arte, ocio,  educación, el ejercicio de ciertas prácticas de lectura, no depende de hábitos puramente psicológicos e individuales, sino del lugar que las personas (“los lectores”) ocupan en las relaciones sociales, institucionales y culturales, que son las que hacen accesibles o restringen ciertas prácticas de leer, escribir, hablar y pensar. Por ejemplo, una trabajadora domestica y una profesora universitaria, en tanto lectoras, no se distinguen tanto por sus “hábitos”, sino por las demandas y oportunidades radicalmente distintas que tienen para leer y pensar.
Esta definición prescriptiva de la “verdadera lectura” (por “hábito y placer”; y de “buena literatura”) proviene de sectores que practican la lectura como actividad profesional; por ejemplo: escritores, periodistas, funcionarios públicos, profesores universitarios y maestros, que son personas que reciben un sueldo por leer (y escribir). Deberíamos preguntarnos si estos sectores en verdad leen por “hábito” y “puro gusto”.
El horror que causa la lectura de material “no culto” es, en parte, reflejo del tremendo elitismo y clasismo que aun domina el horizonte social, cultural, artístico y educativo mexicano. Debemos recordar que, en tanto sociedad ex colonial, somos un país profundamente clasista y discriminatorio, en el que la función de la educación  (y junto con ella la cultura y la lectura) no ha sido la de formar productores de cultura, sino la de “llevar la cultura” a los grupos “atrasados”, o sea a los subordinados del país: indígenas, pobres del campo y de la ciudad, analfabetas, rezagados educativos, etcétera. Y así como campo y de la ciudad, analfabetas, rezagados educativos, etcétera. Y así como los conocimientos y prácticas culturales de estos grupos se descalifican de antemano, los de las elites se legitiman automáticamente como  “verdadera cultura”. Cuando se habla de fomentar la lectura, a los marginados ni siquiera se les mira como potenciales agentes productores de cultura, sino, en el mejor de los casos, como potenciales consumidores de la cultura.
No existe la comprensión en abstracto, tampoco existe el lector que comp0rende todo lo que lee. Por el contrario todos comprendemos solo ciertos textos y no otros.
¿Es posible que un estudiante de secundaria comprenda juventud en éxtasis y no comprenda El cantar del Mío Cid? Sí. Porque leer un texto –el que sea- exige conocimiento cultural y lingüístico relevante para cada caso en particular. Dar acceso a la lectura (comprensión) de obras literarias o científicas significa entonces dar acceso al conocimiento previo (marcos conceptuales, históricos, lingüísticos) y su conexión con las experiencias vitales de alumnos cuyos temas vitales, lenguaje y referentes culturales tienen poca relación con los de los libros que se les asignan.
¿Habría entonces que adecuar el tipo de textos literarios a las expectativas de los jóvenes? ¿Qué obras, qué autores recomendaría?
Muchísimos textos no literarios (científicos, periodísticos, religiosos, políticos, hasta publicitarios) son bastante creativos; del mismo modo que muchos textos literarios son poco creativos.
La distancia sociolingüística, temática e ideologice entre un texto (hablado, escrito o audiovisual) y sus lectores es un factor crucial en la posibilidad de leer.
No podemos invitar a los chavos a leer ofreciéndoles (cuando no imponiéndoles) sólo o principalmente literatura cuyos temas y lenguaje les son tan lejanos. En principio se trata de que ellos (justamente quienes no han tenido acceso a prácticas de lectura científica o literaria en sus hogares) sientan, vivan, experimenten que es posible leer.
En secundaria y preparatoria, no buscan eliminar del curriculum la lectura de autores y géneros clásicos (por ejemplo Shakespeare), sino incorporar al curriculum los géneros y temas que son mas familiares y gustados por la chavos (por ejemplo, canciones, poesía, rap, videoclips), y utilizarlos para entenderlos en si mismos, pero también como puente para entender los textos comerciales como los canónicos, comparten temas comunes como : amor, Celos, sexo, injusticia, rebelión, etcétera, y estructuras de género similares: lenguaje figurad, rima, trama, voz etcétera.
Si nosotros excluimos del curriculum escolar lo que para los estudiantes es importante, estamos reconociendo que eso no importa, que no es digno hablar de eso en la escuela, lo que genera un natural rechazo hacia lo  escolar.
Uno puede leer una novela o un libro científico con los niños, a condición de apoyar o andamiar su lectura: establecer una conversación previa o paralela que genera interés y motivación para leer dicho libro; anticipar el argumento o temas del mismo; leer junto con ellos, explicando pacientemente lo que haya que explicar, para involucrarlos en la historia o en el tema (palabras desconocidas, frases complicadas pasajes oscuros; referencias históricas, culturales o textuales indispensables para entender de que se habla y por qué; hacer recapitulaciones,; relacionar lo que se lee con textos, historias, temas o situaciones, familiares para ellos, etcétera.
Este trabajo pedagógico, indispensable para acceder no solo a la  lectura, sino al conocimiento y al pensamiento conceptual y crítico, es lo que los libros no proporcionan por sí mismos.
*tomado de “La experiencia literaria” pp.109-118

sábado, 6 de agosto de 2011

TANIA JIMÉNEZ MACEDO


Nombre: Tania Jiménez Macedo
Ocupación: Escritora





El asunto sobre la lectura en México es un tema que periódicamente resurge en los medios masivos de comunicación y acapara la atención de los sectores gubernamental, académico e intelectual. El año que recientemente termino estuvo plagado de declaraciones con posiciones polarizadas respecto a si se lee en este país y que es lo que se lee. La sección polémica de esta revista quiso abundar en estas cuestiones e invito al doctor Gregorio Hernández Zamora –estudioso dedicado a la investigación sobre las prácticas de lecto-escritura en adultos y adolescentes de os barrios populares del Distrito Federal y el área metropolitana- a que expresara su opinión como conocedor de la materia.
De lo vertido por el doctor Hernández, en respuesta a nuestro cuestionario, han aflorado otras interrogantes que nos parece no han sido abordadas, al menos últimamente, en torno al caso de la lectura en México; cada una de ellas representa por si misma una cuestión que convendría discutir:
A. Si la población mexicana, en general, no ha incorporado los textos literarios a sus prácticas cotidianas de lectura, ¿cómo se involucra el sector intelectual en este problema?, ¿qué actitudes debe asumir?
B. Por otro lado, en una época como esta de rezago educativo y de ausencia, por parte del gobierno, de un proyecto cultural básico para la nación ¿Cuál seria la responsabilidad social del escritor y de la literatura?
C. En otro tenor, ¿a qué se llama leer por placer y a que por necesidad? La lectura es un acto social, comunicativo, lingüístico y cultural, ¿pero acaso no es también un acto estético?, sólo es un medio para cubrir requerimientos humanos como el de comunicación, información, aprendizaje etcétera?
*tomado de “La experiencia literaria” pp.121

viernes, 5 de agosto de 2011

ALBERTO MANGUEL

ALBERTO MANGUEL

Nombre: Alberto Manguel
Ocupáción: Escritor





Si no se apresura, si no lee más rápido que antes de Cristo, si no valora lo superficial, si no consume, si está solo ¿a quién le sirve un lector? Al sistema económico no, está claro”.
Siempre han suscitado toda clase de temores: temor al arte de resucitar un mensaje, temor al espacio secreto entre un lector y su libro, y de los pensamientos engendrados, temor al lector individual que puede, a partir de un texto, redefinir el universo y rebelarse contra las injusticias.
Un consumidor tiene que tener como característica no pensar; ser superficial, valorar lo breve, lo inmediato, todas ellas contrarias a lo que requiere la lectura.
Pensé que me hacía falta un capítulo sobre la lectura electrónica, y después me di cuenta que lo que escribía por la mañana, ya era viejo por la tarde.
            Quieren vender tecnologías a toda costa. Dicen que el impreso es anticuado, que debe desaparecer y dar paso sólo a los virtuales, pero ese es un discurso de comerciantes, no de intelectuales.
Mediante la lectura de caracteres debajo de la superficie se desarrollan funciones visuales relacionadas con el volumen y la perspectiva, mientras que la lectura sobre la superficie, en el papel, exige del cerebro funciones parecidas al pensamiento. Concebir y pensar son funciones esenciales, necesarias y complementarias: necesitamos concebir el mundo a través de imágenes y necesitamos pensar el mundo a través de palabras.
Un lector que, en Una historia de la lectura, se compara con Aristóteles, Virgilio, María Magdalena o Borges. ¿Humildad o arrogancia? Creo que los lectores, una raza olvidada, relegada a un rincón de la sociedad, recuperemos el orgullo de ser lectores y que recordemos que , aunque individualmente somos oscuros y desconocidos, formamos una congregación universal de un poder incalculable.
*Tomado de “Periódico Reforma” miércoles 21 de Septiembre de 2011 pp.21

jueves, 4 de agosto de 2011

V.S. NAIPAUL


V.S NAIPAUL

Nombre: V.s Naipaul


Ocupación: Escritor










He oído que coleccionistas serios de libros o cuadros a veces empiezan cuando son muy jóvenes; y hace poco, en la India, un distinguido cineasta, Shyam Benegal, me dijo que tenía seis años cuando decidió dedicar su vida al cine como director.
En mi caso, sin embargo, la ambición de ser escritor fue una especie de farsa durante muchos años. Me gustaba que me regalaran una pluma fuente y un frasco de tinta Waterman y cuadernos rayados de ejercicios (con margen), pero no tenía el deseo ni la necesidad de escribir nada, ni siquiera cartas: no había a quién escribírselas. No era especialmente bueno en la clase de composición inglesa en la escuela; no inventaba ni contaba cuentos en mi casa. Y aunque me gustaban los libros nuevos, como objetos físicos, no era un gran lector
Me gustaba un libro para niños que me habían regalado, barato de papel grueso, de las fábulas de Esopo; me gustaba un tomo de los cuentos de Andersen que me había comprado con el dinero que me dieron para mi cumpleaños. Pero tenía problemas con los otros libros, sobre todo con los que se suponía gustaban a los muchachos de edad escolar.
Mi padre era un autodidacta que se había hecho periodista. Leía a su modo. En esa época tenía poco más de treinta años; y seguía aprendiendo. Leía muchos libros al mismo tiempo, no terminaba ninguno, no buscaba la historia o el argumento en ningún libro sino las cualidades especiales o el carácter del escritor. Allí encontraba el placer, y podía saborear a los escritores sólo en pequeños fragmentos. A veces me llamaba para que escuchara dos o tres o cuatro páginas, rara vez más, de escritura, que disfrutaba especialmente. Leía y explicaba con entusiasmo y era fácil que me gustara lo que a él le gustaba. De esta manera insólita -considerando los antecedentes: la escuela colonial racialmente mixta, la introversión asiática en la casa- yo había empezado a reunir mi propia antología de literatura inglesa.
Deseaba ser un escritor. Pero junto con el deseo había llegado el conocimiento de que la literatura que me había provocado ese deseo venía de otro mundo, muy lejos del nuestro.
 Éramos una comunidad de inmigrantes asiáticos en una islita colonial del Nuevo Mundo. Para mí, la India parecía muy lejana, mítica, pero en esa época todas las ramas de la familia extendida habíamos estado fuera de la India sólo cuarenta o cincuenta años. Todavía estábamos llenos de los instintos de la gente de la llanura del Ganges, aunque año tras año la vida colonial que nos rodeaba nos absorbía cada vez más. Mi presencia en la clase del señor Worm era parte de ese cambio. Nadie de nuestra familia había entrado a esa escuela tan joven. Otros después de mí irían a la clase de exhibición, pero yo fui el primero.
Una de las primeras cosas públicas a las que me llevaron fue a ver Ramlila, la obra de teatro al aire libre basada en el Ramayana, historia épica sobre el destierro y posterior triunfo de Rama, el héroe-dios hindú. Se realizó en un campo abierto rodeado por caña de azúcar, a orillas de nuestro pueblito rural. Los actores tenían el torso desnudo y algunos traían arcos largos; caminaban de modo lento, estilizado y rítmico, sobre las puntas de los pies, y con pasos altos y trémulos; cuando salían de escena (son recuerdos de hace mucho) bajaban una rampa que se había cavado en la tierra. La obra terminaba cuando quemaban la gran efigie negra del rey demonio de Lanka. Esta quemazón era una de las cosas por las que había venido la gente; y la efigie, burdamente hecha, con papel alquitranado sobre un marco de bambú, había estado parada en el campo abierto todo el tiempo, como una promesa de la conflagración.

Todo en ese Ramlila se había transportado desde la India en la memoria de la gente. Y aunque como teatro era burdo y hubo mucho que se me fue de la trama, creo que entendí más y sentí más que durante El príncipe y el mendigo y Sesenta años gloriosos en el cine local. Esas fueron las primeras películas que vi, y nunca tuve idea de lo que estaba viendo. Mientras que Ramlila había dado realidad, y mucha emoción, a lo que conocía del Ramayana.
El Ramayana era el cuento hindú esencial. Era la más accesible de nuestras dos épicas, y vivía entre nosotros como viven las épicas. Tenía una narración fuerte, ágil, rica y, aun con la maquinaria divina, el asunto era muy humano. Los personajes y sus motivaciones siempre podían discutirse; la épica era como una educación moral para nosotros. Todos los que me rodeaban conocían la historia por lo menos en resumen; alguna gente incluso se sabía algunos de los versos. A mí no tuvieron que enseñármela: era como si siempre hubiese conocido la historia del injusto destierro al bosque peligroso.
Cuando mi padre consiguió trabajo en el periódico local, nos fuimos a vivir a la ciudad. Era a sólo doce millas, pero fue como ir a otro país. Nuestro mundito rural hindú, el mundo de una India recordada que se estaba desintegrando, quedó atrás. Nunca regresé: perdí contacto con la lengua; nunca vi otro Ramlila..
A los libros en sí no podía entrar solo. No tenía la llave imaginativa. Los conocimientos sociales que yo tenía -un pueblo vagamente recordado, la India y un mundo colonial mixto visto desde fuera- no me ayudaban para la literatura de la metrópolis. Estaba a dos mundos de distancia.
No me las arreglaba bien con los cuentos de la escuela pública (recuerdo uno con el curioso título de Gorrión en busca de expulsión, recién llegado de Inglaterra para la pequeña biblioteca del señor Worm). Y más adelante, cuando estaba en la escuela secundaria (gané la exhibición), tuve los mismos problemas con los cuentos de aventuras o los de misterio en la biblioteca de la escuela, el Buchan, el Sapper, el Sabatini, el Sax Rohmer, todos encuadernados en piel con la dignidad de la época de preguerra, y con el escudo de la escuela grabado en oro en la portada. No veía el sentido de estas emociones artificiales, ni el sentido de las novelas de detectives (mucha lectura, con cierta cantidad de instrucciones equívocas, para un pequeño enigma). Y cuando, sin saber mucho sobre nuevas reputaciones, intenté leer sencillas novelas inglesas de la biblioteca pública, surgían demasiadas preguntas acerca de la realidad de la gente, la artificialidad del método narrativo, el propósito de toda la disposición y sobre cuál era la recompensa final para mí.
Mi antología privada y las enseñanzas de mi padre me habían dado una idea elevada de la escritura. Y aunque había empezado desde una esquina bastante diferente, y estaba a años de distancia de entender por qué sentía lo que sentía, mi actitud (como luego descubriría) era como la de Joseph Conrad -que en esa época acababa de empezar a publicar- cuando le enviaron la novela de un amigo. La novela claramente era una de mucha trama: Conrad la vio no como una revelación de corazones humanos sino como una invención de "sucesos que, propiamente hablando, son sólo accidentes". Al amigo le escribió: "Todo el encanto, toda la verdad, quedan eliminados por los... mecanismos (por así decir) de la historia que la hace parecer falsa."
Ser escritor era ser escritor de novelas y cuentos. Así era como me había llegado la ambición, a través de mi antología y el ejemplo de mi padre, y así era como se había quedado. Era extraño que yo no hubiese cuestionado esta idea, ya que no me gustaban las novelas, no había sentido el impulso (que se supone los niños sienten) de inventar historias, y casi toda mi vida imaginativa durante los largos años de intenso estudio se había dado en el cine y no en los libros. A veces, cuando pensaba en el vacío de escritura dentro de mí, me ponía nervioso; y luego -era como creer en la magia- me decía que cuando llegara el momento ya no habría vacío y los libros se escribirían.
Más de cuarenta años después, mientras leía por primera vez las estampas de Sebastopol de Tolstoi, recordé aquella felicidad que sentí cuando empezaba a escribir, cuando empecé a ver un camino hacia adelante. Pensé que en esas estampas podía ver moverse al joven Tolstoi, como por necesidad, hacia el descubrimiento de la ficción: empezaba como un cuidadoso escritor descriptivo (una contraparte rusa de William Howard Russell, el corresponsal del Times, no mucho mayor, por otro lado), y luego, como si hubiese visto una manera mejor y más fácil de tratar con los horrores del estado de sitio de Sebastopol, hacía una ficción sencilla, ponía en movimiento a unos personajes, y acercaba la realidad.
Si hubiese tenido aunque fuera un poquito de dinero, o el prospecto de un trabajo regular, habría sido fácil desechar la idea de escribir. La veía ahora sólo como una fantasía nacida de la preocupación y la ignorancia de mi infancia, y se había vuelto una carga. Pero no había dinero. Tenía que retener esa idea..
Una parte de la voz era la de mi padre, de sus relatos de la vida rural de nuestra comunidad. Parte era del anónimo Lazarillo, de la España de mediados del siglo XVI. (En mi segundo año en Oxford le había escrito a E.V. Rieu, editor de los Penguin Classics, ofreciéndole traducir el Lazarillo. Me había contestado con mucha cortesía, a mano, diciendo que sería un libro difícil de publicar, y que no lo consideraba un clásico. No obstante, durante mi vacío, como sustituto de la escritura, había hecho la traducción completa.) La voz mixta funcionaba. No era totalmente mía cuando me llegó, pero no me sentía incómodo con ella. De hecho, era la voz de escritura que me había esforzado en encontrar. Pronto me fue familiar, era la voz que estaba en mi mente. Me daba cuenta de cuándo estaba bien y cuándo se empezaba a descarrilar.
Para empezar como escritor había tenido que volver al principio y -olvidando Oxford y Londres- elegir mi camino de regreso a aquellas primeras experiencias literarias, algunas no compartidas con nadie, que me habían dado mi propio punto de vista de lo que estaba a mi alrededor.
Casi toda mi vida adulta la había pasado en países donde yo era un extraño. Como escritor, no podía sobrepasar esa experiencia. Para ser sincero con esa experiencia, tenía que escribir acerca de personas en ese tipo de situación. Encontré maneras de hacerlo; pero nunca dejé de sentirlo como una restricción. Si hubiese tenido que depender sólo de la novela, probablemente pronto me habría encontrado sin medios para continuar, aunque tenía práctica en la narración en prosa y estaba lleno de curiosidad acerca del mundo y la gente.
Tenía la idea de que un libro de viajes podría ser un interludio vistoso en la vida de un escritor serio. Pero los escritores en quienes pensaba -y no podrían haber sido otros- era gente de la metrópolis: Huxley, Lawrence, Waugh. Yo no era como ellos. Ellos escribieron en tiempos del imperio; sea cual fuere su carácter en su país, inevitablemente en sus viajes se volvían medio imperiales, usando los incidentes del viaje para definir sus personalidades metropolitanas contra un telón de fondo extranjero.
Fue otra vez el azar que me provocó hacer otro libro no de ficción. Un editor en Estados Unidos estaba publicando una serie para viajeros, y me pidió que escribiera algo sobre las colonias. Pensé que sería un trabajo sencillo: un poco de historia local, algunos recuerdos personales, algunas estampas en palabras.
Había pensado, con un extraño tipo de ingenuidad, que en nuestro mundo todos los conocimientos estaban disponibles, que toda la historia estaba almacenada en algún lugar y podría desenterrarse según las necesidades. Encontré ahora que no había historia local qué consultar. Había sólo unas guías en que se repetían algunas leyendas. La colonia no había sido importante; su pasado había desaparecido. En algunas de las guías se señalaba con humor que la colonia era un lugar donde nada notable había sucedido desde la visita de Sir Walter Raleigh en 1595.
En la escuela, en la clase de historia, la esclavitud sólo era una palabra. Un día en el patio de la escuela, en la clase del señor Worm, cuando se habló un poco del asunto, recuerdo que traté de darle un significado a la palabra: miré hacia arriba a los cerros al norte de la ciudad y pensé que esos cerros alguna vez habrían sido mirados por gente que no era libre. La idea era demasiado dolorosa para retenerla.
Ahora, muchos años después de aquel momento en el patio de la escuela, los documentos hicieron realidad esa época de esclavitud. Me permitieron vislumbrar la vida en las plantaciones. Una plantación estuvo muy cerca de la escuela; una calle no muy lejana todavía tenía el nombre francés -adaptado al inglés- del propietario del siglo XVIII. Encontré documentos -con frecuencia- en la cárcel de la ciudad, donde la ocupación principal del carcelero francés y su esclavo ayudante era castigar a los esclavos (los cargos dependían del castigo infligido y los hacendados pagaban) y donde había celdas calientes especiales, justo bajo el techo de tejamanil, para los esclavos considerados hechiceros.
A través de los registros de un insólito juicio por asesinato -un esclavo había matado a otro en un velorio por una negra libre- me hice una idea de la vida de los esclavos de la calle en la década de 1790, y me di cuenta de que el tipo de calle en que nosotros habíamos vivido, y el tipo de calle que yo había estudiado desde lejos, eran muy cercanos a las calles y la vida de hacía ciento cincuenta años. Esa idea, de una historia o los antecedentes de la calle urbana, era nueva para mí. Lo que había conocido me había parecido común, no planeado, sólo allí, con nada que se pareciera a un pasado. Pero el pasado estaba ahí: en el patio de la escuela, en la clase del señor Worm, bajo el árbol de samán, nos parábamos tal vez en el sitio de la hacienda Bel-Air de Dominique Dert, donde en 1803 el commandeur esclavista, capataz de la hacienda, por un amor retorcido por su amo, había intentado envenenar a otros esclavos.
Más perturbadora era la idea de los aborígenes desaparecidos, sobre cuya tierra y entre cuyos espíritus todos vivíamos. El pueblo rural en el que yo había nacido, y donde en un claro del cañaveral había visto nuestro Ramlila, tenía un nombre aborigen. Un día descubrí en el Museo Británico -en una carta de 1625 del rey de España al gobernador local- que era el nombre de una pequeña tribu fastidiosa de apenas más de mil personas. En 1617 habían funcionado como guías del río para los invasores ingleses. Ocho años después -España tenía una larga memoria-, el gobernador español había reunido suficientes hombres para infligir un castigo colectivo no especificado a la tribu; y su nombre había desaparecido de los registros.
Esto era más que un dato sobre los aborígenes. En cierta medida, modificaba mi propio pasado. Ya no podía pensar en el Ramlila que había visto de niño, como si hubiese ocurrido al principio de todo. Imaginativamente tenía que hacerle lugar a gente de otro tipo en el suelo del Ramlila. La ficción por sí sola no me habría llevado a esta comprensión más amplia.
No volví a hacer un libro así, sólo a partir de documentos. Pero la técnica que había adquirido -de ver a través de múltiples impresiones una narración humana central- era algo que trasladé a los libros de viajes (o, mejor dicho, de búsqueda) que escribí durante los siguientes treinta años. Así, a medida que mi mundo se ampliaba, más allá de las circunstancias personales inmediatas que nutrían la ficción, y a medida que se ampliaba mi comprensión, las formas literarias que practicaba fluyeron de manera paralela y se apoyaban una a otra; y no podía decir que una forma fuese superior a otra. La forma dependía del material; todos los libros eran parte del mismo proceso de comprensión. A esto me había comprometido la carrera de escritor, al principio sólo una fantasía infantil, y luego un deseo más desesperado de escribir relatos.
De niño, al tratar de leer, había sentido que dos mundos me separaban de los libros que me ofrecían en la escuela y en las bibliotecas: el mundo de la infancia de nuestra India recordada y el mundo más colonial de nuestra ciudad. Yo pensé que las dificultades tenían que ver con los problemas sociales y afectivos de mi infancia -esa sensación de haber entrado al cine mucho después de empezada la película- y que las dificultades se desvanecerían cuando yo creciera. Lo que no sabía, aun después de haber escrito mis primeros libros de ficción -que se referían sólo al argumento y a la gente y a tratar de llegar al final y a montar bien las bromas-, era que esas dos esferas de oscuridad se habían convertido en mi tema. La ficción, elaborando sus misterios, encontrando direcciones a través de indirecciones, me había llevado a mi tema. Pero no me había llevado hasta el final.
Para cada tipo de experiencia hay una forma adecuada, y no sé qué tipo de novela podría haber escrito sobre la India. La ficción funciona mejor en un área moral y cultural cerrada, donde las reglas son conocidas por la mayoría; y en esa área delimitada trata cosas -emociones, impulsos, ansiedades morales- que serían inasibles o quedarían incompletas en otras formas literarias.
Mi experiencia había sido muy singular. Para escribir una novela acerca de ella, habría sido necesario crear a alguien como yo, alguien con mis ancestros y antecedentes, y elaborar algún asunto que hubiese llevado a esta persona a la India. Habría sido necesario más o menos duplicar la experiencia original, y no habría añadido nada. Tolstoi usó la ficción para acercar el estado de sitio de Sebastopol, para darle mayor realidad. Creo que si yo hubiese intentado escribir una novela sobre la India y hubiese montado todo ese aparato de invención, habría estado falsificando una experiencia preciada. El valor de la experiencia se encontraba en su singularidad. Tenía que presentarla tan fielmente como fuese posible.
Escribía acerca de la gente en un pueblo del sur de la India: gente pequeña, conversaciones grandes, acciones pequeñas. Allí empezó; y allí estaba cincuenta años después. En cierta medida, esto reflejaba la vida de Narayan. Nunca se alejó de sus orígenes. Cuando lo conocí en Londres en 1961 -él había estado viajando y estaba a punto de regresar a la India- me dijo que necesitaba estar en su casa, hacer sus caminatas (con una sombrilla para el sol) y estar entre sus personajes.
Verdaderamente poseía su mundo. Éste era completo y siempre estaba allí, esperándolo; y era lo suficientemente lejano del centro de las cosas para que los disturbios externos se apaciguaran antes de alcanzarlo. Incluso el movimiento de independencia, en las calientes décadas de 1930 y 1940, ya estaba lejano, y la presencia de los británicos estaba marcada sobre todo por los nombres de edificios y lugares. Ésta era una India que parecía desafiar a los vanagloriosos e irse por su propio camino.
La literatura, como todo arte vivo, siempre está en movimiento. Es parte de su vida que su forma dominante cambie constantemente. Ninguna forma literaria -la obra de Shakespeare, el poema épico, la comedia de la Restauración, el ensayo, el trabajo histórico- puede continuar durante mucho tiempo en el mismo tono de inspiración. Si todo talento creativo siempre se está extinguiendo, toda forma literaria siempre está llegando al límite de lo que puede hacer.
La nueva novela dio a la Europa del siglo XIX cierto tipo de noticias. El final del siglo XX, saciado de noticias, culturalmente mucho más confundido, amenazando una vez más con estar tan lleno de movimientos tribales o tradicionales como durante los siglos del imperio romano, necesita otro tipo de interpretación. Pero la novela, que aún (a pesar de las apariencias) imita el programa de los iniciadores del siglo XIX, que aún se alimenta de la visión que ellos crearon, sutilmente puede distorsionar la desadaptada realidad nueva. Como forma, ahora es bastante común y lo suficientemente limitada para ser enseñable. Fomenta una multitud de pequeños narcisismos, lejanos y cercanos; éstos defienden la originalidad y dan a la forma una ilusión de vitalidad. Es una vanidad de la época (y de la promoción comercial) el que la novela siga siendo la expresión última y más elevada de la literatura.
A partir del pequeño cambio colonial del gran logro del siglo XIX, a fines de la década de 1920 llegó a mi padre -tal vez mediante un maestro o un amigo- el deseo de ser escritor. Sí se hizo escritor, aunque no de la manera que él quería. Hizo buenos trabajos; sus relatos le dieron un pasado a nuestra comunidad, que de otro modo se habría perdido. Pero había un desajuste entre la ambición que venía de fuera, de otra cultura, y nuestra comunidad, que no tenía una tradición literaria viva; y los relatos de mi padre, ganados a pulso, han encontrado muy pocos lectores entre la gente de quien trataban.
Me heredó su ambición de escritura; y yo, que crecí en otra época, he logrado llevar a cabo esa ambición casi hasta el final. Pero recuerdo lo difícil que fue para mí, cuando era niño, leer libros serios; dos esferas de oscuridad me separaban de ellos. Casi toda mi vida imaginativa estaba en el cine. Todo allí estaba lejos, pero al mismo tiempo todo en ese curioso mundo operístico era accesible. Era un arte verdaderamente universal. No creo que exagero cuando digo que sin el Hollywood de las décadas de 1930 y 1940, espiritualmente habría estado bastante menesteroso. No puedo omitir esto de mi recuento de lectura y escritura. Y ahora debo preguntarme si el talento que alguna vez se invertía en la literatura imaginativa no se encontraba en este siglo en los primeros cincuenta años de la gloriosa cinematografía.
*Tomado de “leer y escribir”